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.- Fidel Castro: "La Historia me absolverá"


'La Historia me absolverá' es la frase final y posterior título del alegato de autodefensa de Fidel Castro ante el juicio en su contra iniciado el 16 de octubre de 1953 por los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en Santiago de Cuba y Bayamo respectivamente, sucedidos el 26 de julio de ese año


En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá



La composición social de los combatientes del Moncada
Tomado de Granma

Marta Rojas con Fidel Castro

Fue entre las capas mayoritarias de los cubanos: campesinos, obreros, profesionales modestos y jóvenes desempleados, o de empleos precarios y cíclicos, que prendió la chispa de una revolución cabal, con un programa político contenido en el Manifiesto del Moncada a la Nación

Autor: Marta Rojas | internet@granma.cu
26 de julio de 2018

Dibujo sobre el comienzo del juicio del Moncada (fueron prohibidas las fotos). Fidel, como abogado, exigió (21 de septiembre de 1953) el derecho de asumir su propia defensa. Su alegato de autodefensa, conocido como La "Historia me Absolverá" –palabras con las que concluyó su discurso– fue pronunciado el 16 de octubre del mismo año en una sala de justicia improvisada en una pequeña habitación del Hospital de Santiago... Foto: Archivo Granma

De que la base del pueblo cubano estaba políticamente preparada e imbuida de fervor patriótico en 1953, lo ejemplifica la composición social del movimiento revolucionario que el joven abogado Fidel Castro Ruz logró nuclear en corto tiempo tras el artero golpe de Estado o «madrugonazo» militar del 10 de marzo de 1952, perpetrado por Fulgencio Batista y pronto reconocido por el gobierno yanqui, cuando se estaba en vísperas de unas elecciones generales, a efectuarse el 1ro. de junio de ese año.

Los integrantes de lo que sería un movimiento revolucionario transformador supieron aquilatar el momento crucial que se vivía. Ellos formaban parte de la concepción de pueblo que luego definiría Fidel en su alegato de defensa de la acción del Moncada, conocido como La Historia me Absolverá.

Fue entre las capas mayoritarias de los cubanos: campesinos, obreros, profesionales modestos y jóvenes desempleados, o de empleos precarios y cíclicos, que prendió la chispa de una revolución cabal, con un programa político contenido en el Manifiesto del Moncada a la Nación. No se trataba de un grupo únicamente audaz. Ellos sabían y querían que su objetivo no fuera un simple cambio de gobierno usurpador.

La organización tenía un programa trazado por Fidel. Parte de este estaba enunciado en la Constitución de la República de 1940, abolida por Fulgencio Batista con el golpe de Estado. Esta, entre otros preceptos, abolía el latifundio, o tenencia excesiva de la tierra, pero las leyes complementarias nunca se aprobaron. El proyecto de Fidel tuvo ese punto como algo fundamental, además del rechazo a las empresas norteamericanas como la United Fruit Company, y numerosas compañías de toda índole, entre ellas las de Electricidad y Teléfonos, además de las gasolineras.

Y como elementos fundamentales estaban el desarrollo de la instrucción pública –la educación—, un programa de salubridad que alcanzara a todo el pueblo y otras muchas reivindicaciones sociales que se hicieron realidad tras el triunfo revolucionario del 1ro. de Enero de 1959, con la victoria del Ejército Rebelde comandado por él en la Sierra Maestra.

ANTECEDENTES

Antes de aquella silenciosa organización de jóvenes dispuestos a dar la vida por la Patria, es justo recordar un antecedente. En Cuba se había gestado en esa década un movimiento de masas, calificado por muchos de «populista» organizado por un líder indiscutible –el senador Eduardo Chibás–, que proclamaba la virtud y la honradez administrativas en la gobernación del país, como bandera política, cuyo símbolo fue una escoba que debía barrer con todo lo malo heredado de una república surgida manca, luego de la intervención extranjera, tras decenios de contienda librada por los cubanos a partir de 1868, cuando Carlos Manuel de Céspedes inició la guerra anticolonial por la libertad de Cuba, la que comenzó dándole él mismo la libertad a sus esclavos del ingenio La Demajagua e invitándolos, ya como hombres libres, a luchar por la libertad de Cuba. Ejemplo único en la historia de América.

Los jóvenes de 1953, en su Manifiesto político asumían: «La revolución de Céspedes, de Agramonte, de Maceo y de Martí; de Mella y de Guiteras, de Trejo y de Chibás», a tenor de que «en la vergüenza de los hombres de Cuba está el triunfo de la Revolución Cubana».

Manifestación de las antorchas, por el centenario de Martí, en la cual participaron jóvenes entrenados por Fidel para la lucha armada. Fue la primera y única manifestación de los futuros combatientes del Moncada, aunque no llevaran identificación como organización. Estaban organizados en células clandestinas que solo conocían, en su totalidad, Fidel y Abel... Foto: Archivo Granma

Por distintas razones tácticas no se alcanzó el triunfo definitivo en uno y otro momento histórico, pero la composición del cuerpo insurrecto o revolucionario del contingente de 1953, fue semejante a la de las anteriores guerras grandes, a 50 años de la primera república, manca.

«EL PUEBLO, SI DE LUCHA SE TRATA»

Cierto que en la década del 50 del pasado siglo había un número creciente de analfabetos, y la enseñanza y la salubridad no eran programas favorecidos por los gobiernos de turno, pero la cultura política, en la más alta expresión, se ganó finalmente las palmas en nuestra sociedad, gracias a la tradición patriótica.

Baste un número de ejemplos entre los combatientes del 26 de Julio, muertos (asesinados en su mayoría) y algunos de los sobrevivientes, en cuanto a su extracción social. Se trata, este, de un listado representativo, pues Fidel logró juntar a más de mil, la mayoría de los cuales, después, ingresarían en el Movimiento 26 de Julio y desempeñarían tareas heroicas, sumándose a la lista de héroes y mártires. Ellos representaban –como él mismo dijo– al pueblo de Cuba, si de lucha se trata.

GAMA SOCIAL DE LA GESTA DEL MONCADA

Los hermanos Horacio y Wilfredo Matheu Orihuela y Remberto Abad Alemán Rodríguez, albañiles, masilleros; Lázaro Hernández Arroyo, Pedro Véliz Hernández, Armando Mestre Martínez, Tomás Álvarez Breto y Juan Almeida Bosque, albañiles; Rafael Freyre y Hugo Camejo, obreros de un tejar; Flores Betancourt Rodríguez, trabajador de una pedrería; Pablo Agüero Guedes, auxiliar de albañil; Emilio Hernández Cruz y Manuel Saiz Sánchez, carpinteros; Armando del Valle López y Juan Domínguez, constructores de muebles, ebanistas; René Bedia, pintor de brocha gorda.

Alfredo Concha Cinta, Manuel Isla Pérez, Marcos Martí Rodríguez, Carmelo Noa Gil, Manuel Rojo, Gerardo Antonio Álvarez, José Labrador e Ismael Ricondo; todos de origen campesino u obreros agrícolas.

José Luís Tasende de las Muñecas (jefe de célula), y Vicente Vázquez, mecánicos de refrigeración; Juan Manuel Ameijeiras, Mario Martínez Ararás, choferes; Francisco Costa Velásquez, ayudante de chofer o «machacante»; Jacinto García Espinosa y Antonio Betancourt Flores, braceros de los muelles; Virginio y Manuel Gómez, cocineros (trabajaban en el Colegio de Belén); José Ramón Martínez, curtidor de pieles; José de Jesús Madera, obrero sin especialidad; Félix Rivero Vasallo, cantinero; Pablo Cartas Rodríguez, gastronómico; Andrés Valdés Fuentes, panadero; Ángel Guerra García, chapista, Pedro Marrero empleado de cervecería; Víctor Escalona, zapatero.

Tras una semana de resistencia en zonas montañosas y otras aledañas a Santiago de Cuba, Fidel es hecho preso por el teniente Pedro Sarría Tartabull, un militar que despreciaba los asesinatos. Conociendo físicamente a Fidel, no cumplió la orden de matarlo... Foto: Archivo Granma

Abel Santamaría Cuadrado, empleado de una importante oficina comercial y estudiante al igual que Boris Luis Santa Coloma, quien era además dirigente sindical; Julio Reyes, empleado de un banco; Oscar Alcalde, dueño de un laboratorio de fármacos; Ramón Méndez Capote, viajante de comercio al igual que Elpidio Sosa; Miguel Oramas, empleado y fotógrafo al igual que Fernando Chenart Piña; Raúl de Aguiar, estudiante, Raúl Gómez García, maestro, poeta y dirigente sindical; Renato Guitart Rosell, comisionista de buques en la empresa de su padre; Julio Trigo, estudiante y viajante de medicina; Oscar Alberto Ortega, dependiente de comercio; Gildo Fleitas, estudiante y profesor a la vez, además, oficinista; Guillermo Granados, empleado de comercio; Rigoberto Cocho trabajador del sector eléctrico; Gregorio Careaga, empleado en una funeraria; Roberto Mederos Rodríguez, trabajador del comercio; Ciro Redondo, empleado, viajante de comercio; Ramiro Valdés, empleado, como Pepe (José) Suárez, principal jefe de célula en Artemisa.

Salvo algunas excepciones, todos militaban en el Partido o la Juventud Ortodoxa en su lugar de residencia.

Este cuadro, sintético pero elocuente, da una idea contundente de la composición social. Pero habría que agregar a los desempleados en aquel momento, como Osvaldo Socarrás y Humberto Valdés Casañas, que se ganaban el sustento diario, apenas para comer, como parqueadores de autos; o Giraldo Córdoba Cardín, que se entrenaba como boxeador; a Rolando San Román, eventual vendedor de ostiones o José Testa Zaragoza, vendedor de flores; Antonio Ñico López, vendedor del mercado agropecuario de La Habana. Ñico López salvó la vida; se exiló en Guatemala y fue el primero de los revolucionarios que conoció al joven médico Ernesto Che Guevara, durante el gobierno de Jacobo Arbenz, y quien luego presentaría a Fidel y Raúl al joven argentino. Sería, por Ñico, que el Che Guevara conociera los pormenores de la organización y el asalto al Moncada y al cuartel de Bayamo, el 26 de Julio de 1953.

Otros son de imprescindible mención para completar la concepción de pueblo, si de lucha se trata, ofrecida por Fidel en el juicio del Moncada: Pedro Miret, estudiante de ingeniería en la Universidad; Raúl Castro, estudiante, Mario Muñoz, médico; Haydée Santamaría, autodidacta y ama de casa; Melba Hernández Rodríguez del Rey, abogada en funciones, al igual que Fidel Castro Ruz.

Todos –mencionados o no–, estaban imbuidos en el conocimiento de la historia, desde los próceres independentistas hasta los más contemporáneos.

Dra. Melba Hernández y Haydée Santamaría, prisioneras... Foto: Archivo Granma

Conocían, y se demostró en el proceso judicial, por ejemplo, la valía del líder de los trabajadores azucareros, Jesús Menéndez, a quien, por cierto, Abel admiraba extraordinariamente y conocía, pues trabajó en el antiguo central Constancia donde vivían los Santamaría. Abel, hermano de Haydée, era el segundo hombre del Movimiento de la Generación del Centenario. Fue hecho prisionero y vilmente asesinado en el Cuartel Moncada.

MAMBISES DEL SIGLO XX

Podrían ser considerados mambises del siglo XX, en su composición social, si bien la esclavitud había sido abolida, como sistema, y no podrían estar entre ellos los hombres como aquellos a los cuales Carlos Manuel de Céspedes, proclamado Padre de la Patria, desató las cadenas al iniciarse la llamada Guerra Grande (diez años de lucha) por la independencia, cuando Cuba era colonia de la metrópoli española.

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Los días del Moncada
Tomado de Granma

Marta Rojas
Autor: Marta Rojas | internet@granma.cu

I.
Santiago de Cuba, 26 de julio de 1953 -Año del Centenario de José Martí-. La ciudad de Santiago se despertó con el tableteo de las ametralladoras y un intenso tiroteo de armas de distintos calibres que obligó a salir de sus casas a gran parte de sus habitantes a excepción de los que a esa hora -cinco y quince de la mañana, aproximadamente- se encontraban en la calle camino de sus casas después de una noche de carnaval.

Fue domingo de Santa Ana, la víspera se había celebrado la fiesta por el santo patrón de la ciudad, Santiago Apóstol. Con ese motivo, desde días anteriores, como es tradicional, habían estado arribando a la ciudad cientos o quizás miles de personas procedentes de otras provincias, entre ellas un contingente de 165 jóvenes que venían del occidente de la Isla, quienes tenían propósitos bien distintos de los de participar en los carnavales santiagueros; estos jóvenes revolucionarios cuyo heroísmo trascendería a la historia, asaltaron el cuartel Moncada, la segunda fortaleza militar en importancia del país.

Los atacantes del Moncada habían decidido reivindicar la memoria del Apóstol José Martí en el año de su centenario.

Al frente de aquella vanguardia iban Fidel Castro y, como segundo jefe, Abel Santamaría.

Al día siguiente del asalto al Moncada, el primer periódico que apareció fue Prensa Universal, de Santiago de Cuba, cuyos ejemplares el pueblo prácticamente arrancaba de las manos de sus vendedores. Algunos ejemplares, que tenían valor de tres centavos, se vendieron a un peso y más. El principal cintillo del periódico en primera plana decía: ASALTADO MONCADA, 48 MUERTOS Y 29 HERIDOS. Transcurridas varias horas más, esas cifras ya no correspondían a la realidad. Luego veremos.

En una de sus páginas interiores tenía otros títulos donde el diario de provincia calificaba el hecho como: LOCA AVENTURA DE UN GRUPO DE JÓVENES QUE INTENTARON TOMAR LA FORTALEZA. Y ofrecía detalles como éstos: "Lograron hacerse fuertes en los primeros momentos. Varias bajas sufre el ejército. Persecución a los fugitivos...".

LA PREGUNTA QUE SE HACÍAN TODOS EN SANTIAGO

¿Qué es lo que pasa? Esa fue la pregunta que se hacía todo el mundo al amanecer. Cuando la población comenzó a darse cuenta de que los tiros provenían del cuartel Moncada, la alarma creció y fue agravándose por la falta de noticias. El silencio o la negativa descarnada a dar noticias que mantuvieron los jefes militares y civiles del régimen se prolongó hasta la entrada la tarde del 26. Ni las estaciones de policía, ni el cuartel, ni el distrito naval daban una versión exacta de lo que estaba sucediendo. Esto provocó infinidad de rumores acentuándose el de que se trataba de una lucha entre soldados, ya que algunos vecinos del cuartel vieron que todos los contendientes estaban vestidos de caqui amarillo.

Las primeras referencias de una acción revolucionaria protagonizada por jóvenes de La Habana alertaron al pueblo, que de inmediato comenzó a organizarse de forma embrionaria para prestar cualquier ayuda posible a esos jóvenes, aún sin conocerlos.

El tiroteo, que al principio se sentía intenso e ininterrumpido, se mantuvo luego en forma esporádica hasta pasadas las diez de la mañana, aproximadamente, en que cesó. A partir de ese momento comenzaron a escucharse descargas aisladas. A esa hora la población comenzó a invadir los lugares públicos, dirigiéndose al centro de la ciudad en busca de información. Empezaron a salir algunas patrullas y se efectuaron numerosas detenciones entre los dirigentes de los partidos políticos de oposición. Entre los primeros detenidos en Santiago se encontraba José Villa Romero, "Totico", que había sido jefe de la policía en esa ciudad durante el gobierno de Carlos Prío Socarrás, a quien ahora el régimen, en su despiste sobre la identidad de los que encabezaban el movimiento que había asaltado el Moncada, responsabilizaba de los hechos que acababan de ocurrir.

La mayoría de los detenidos en las primeras horas y los días sucesivos en Santiago, e incluso en La Habana, eran dirigentes de los partidos Auténtico y Ortodoxo, así como del Socialista Popular (Comunista) y líderes estudiantiles conocidos.

La prensa local tuvo acceso el día 26 a los centros hospitalarios donde estaban ingresados algunos heridos por los sucesos del Moncada y hasta se tomaron fotos, con excepción del Hospital Civil. Las clínicas privadas Los Ángeles, Sagrado Corazón, Colonia Española y Centro Gallego fueron tomadas militarmente y se registraba e interrogaba a las personas que a ellas iban. El único centro hospitalario que no se pudo visitar el 26 de julio fue el Hospital Civil Saturnino Lora, situado precisamente frente al cuartel Moncada y en parte escenario del combate. La prohibición absoluta de entrada al hospital emanó de los centros militares superiores, según se dijo. Esta prohibición fue tan estricta que ni siquiera los familiares de los enfermos allí recluidos pudieron entrar, ni salir de él hasta muchas horas después.

CONFERENCIA DE PRENSA


En horas de la tarde, el coronel Alberto del Río Chaviano, que no se encontraba en el Moncada en el momento de producirse el asalto revolucionario, ofreció una conferencia de prensa. En su informe oficial acusaba directamente al ex presidente Carlos Prío, a "Millo" Ochoa, dirigente del Partido Ortodoxo, y en tercer lugar al doctor Fidel Castro. A Prío lo acusaba de promotor y financista de la acción (¡La gran mentira!) y al joven abogado Fidel Castro de jefe del grupo que asaltó el Moncada (¡la única verdad que dijo Chaviano!). En su informe plagado de falsedades, Chaviano que tuvo bien ganado el sobrenombre de "El Chacal", atribuyó a los revolucionarios crímenes que sólo él y sus subalternos -asesinos natos- cometieron.

Después de la conferencia de prensa, Chaviano mostró lo que él llamaba "el teatro de los hechos", burdamente preparado. La prueba de los crímenes era evidente: se veían los cadáveres de los revolucionarios macerados por las torturas. A simple vista se comprendía que los habían vestido con uniformes nuevos, después de haberles dado muerte; ningún uniforme tenía huellas de bala.

Aun cuando se tomaran numerosas fotos que evidenciaban el crimen que se pretendía ocultar, se prohibió la publicación del testimonio gráfico. Casi en su totalidad las fotos fueron requisadas e igualmente las películas.

El propio periódico Prensa Universal, en un cuadro destacado, decía en su primera edición después de los sucesos del Moncada: "A nuestros lectores: Con motivo de una disposición superior nos vemos imposibilitados de ofrecer a nuestros lectores la amplia información gráfica que obra en nuestro poder, donde recogemos interesantes aspectos de los trágicos sucesos registrados en el día de ayer en el frustrado asalto al cuartel Moncada".

Cuartel Moncada. Foto de 1963

DETENIDOS Y LIBERTADOS

Cerca del mediodía, fueron llevados al cuartel Moncada para someterlos a interrogatorios, entre otros, los profesores Raúl Gutiérrez Serrano, Felipe Martínez Arango, la señora Alicia Jiménez y el señor Eduardo Cañas Abril. Luego se dispuso su libertad; algunos de ellos se encontraban de tránsito en Santiago de Cuba y ninguno tenía vinculación con los hechos.

OPERACIONES DE LIMPIEZA

Se informó que el centro de mando de los revolucionarios se encontraba en la granjita Siboney, propiedad del comerciante José Vázquez, quien la alquiló a unos jóvenes procedentes de La Habana para la instalación de un negocio de pollos.

En horas de la tarde del día 26 el comandante Andrés Pérez Chaumont, que llegó al cuartel después del combate, vestido de civil para que no lo reconocieran, encabezó las "operaciones de limpieza" en las afueras de la ciudad.

Por versiones de vecinos y de algunos empleados del Hospital Civil, se supo que los militares habían detenido a un grupo de combatientes que ocuparon el Saturnino Lora, entre ellos dos mujeres y a un médico. Sin embargo, este punto no fue confirmado por las "autoridades", que dijeron a los periodistas que en el Moncada "no había prisioneros". Los primeros combatientes asesinados, sin duda, fueron los del Hospital Civil, detenidos con Abel Santamaría.

El Saturnino Lora había sido ocupado en acción sincronizada con la toma de la posta tres, e igualmente de la Audiencia. Mientras el propio jefe de la acción, Fidel Castro, tomaba la posta con un contingente de sus compañeros, Abel Santamaría, segundo jefe, ocupaba el Hospital Civil -frente al Moncada- que constituía la retaguardia. La toma del hospital evitaba que esa posición estratégica la ocuparan elementos del regimiento y desde allí atacaran a los combatientes que asaltaron la fortaleza. Un tercer grupo, dirigido por Raúl, tomó el Palacio de Justicia, flanco izquierdo del Moncada.

Los vecinos del hospital Saturnino Lora vieron cuando a media mañana la soldadesca inició la "operación limpieza" en las zonas colindantes del Moncada y sacaron del Hospital Civil al masivo grupo de prisioneros. Eran veintiún combatientes, incluyendo al médico, doctor Mario Muñoz Monroy, y las dos mujeres, Melba Hernández y Haydée Santamaría. De ese grupo de detenidos sólo salvaron la vida las dos mujeres.
II.
Las fuerzas del ejército, la marina y la policía, que mientras se desarrollaba el combate permanecieron en sus respectivas guarniciones, salieron después de las once de la mañana y se originaron algunos incidentes y tiroteos en la ciudad. Todos los establecimientos comerciales que acostumbraban a abrir los domingos cerraron sus puertas el 26 de julio.

Los ómnibus de servicio urbano que comenzaron a circular en forma regular suspendieron sus actividades al mediodía, y todos los vehículos que entraban o salían de la ciudad eran minuciosamente registrados en la carretera por miembros del Servicio de Inteligencia Militar y fuerzas de la Guardia Rural.

AVIONES MILITARES

A la una de la tarde llegaron a la ciudad por el aeropuerto de San Pedrito, procedentes de La Habana, tres aviones militares al mando del coronel Tabernilla, hijo del jefe del ejército de la tiranía. Los aviones sobrevolaron las playas de Siboney y de Daiquirí, antes de aterrizar.

Tanto en la jefatura de la Policía Nacional como en las del Distrito Naval, la Policía Marítima y la Policía Secreta, se dispuso el acuartelamiento de la tropa. Los semáforos y otros servicios de tránsito se dejaron abandonados.

En un registro efectuado en la finca Siboney fueron encontrados uniformes, tarjetas del hotel Perla de Cuba y comprobantes de pasaje en ómnibus marcados en Artemisa, entre otras cosas.

INFORME DE BAYAMO

Las mismas fuentes oficiales y personas que llegaban de Bayamo dieron a conocer que simultáneamente con la acción del Moncada, se había producido el asalto al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de aquella ciudad, por un grupo de idéntica procedencia al que actuó en Santiago. El primer parte oficial daba dos bajas por muerte en el grupo de los asaltantes, más un policía muerto y varios militares heridos. Según los informes de los corresponsales de Bayamo, los combatientes se habían hospedado en el hotel Gran Casino, situado cerca de la Carretera Central y del cuartel. También se informó sobre el inicio de "la búsqueda de fugitivos" en el monte.

HERIDOS CIVILES

Alicia Castillo Ramírez, cobradora de un ómnibus que circulaba por los alrededores del cuartel Moncada en horas tempranas, fue herida de bala.

También se produjeron otras víctimas civiles en el barrio Sueño y otros de Santiago cuando los soldados del regimiento asentado en el cuartel Moncada disparaban a todo el que se le hacía sospechoso.

Entre las personas asistidas el día 26 en el Hospital de Emergencia, heridas a consecuencia de los sucesos del Moncada, se encontraban Pedro Angel López, de dieciocho años, vecino de Primera de Portuondo número 14, esquina a San Miguel, quien recibió un balazo en la región axilar izquierda que le atravesó el pulmón, de pronóstico grave. Dijo que se encontraba cerca de su casa, cuando se sintió herido. Quedó recluido en ese centro. Este herido fue asistido por el doctor Martínez Jústiz y el practicante Marfil.

En el propio centro fue asistida la menor Migdalia Toledano, de diez años de edad, vecina de Hatuey 104, San Pedrito, quien presentaba una herida de bala en la pierna izquierda, de pronóstico grave. También fue conducido a Emergencia, donde llegó cadáver, un hombre joven con un balazo en la cabeza y otras heridas en el rostro. Se le trasladó para el necrocomio sin que se hubiera logrado su identificación. Los reporteros de Santiago conocieron por manifestaciones del herido Pedro A. López, también recluido en Emergencia, que aquel desconocido muerto había sido baleado en la esquina de Primera de Portuondo y San Miguel, precisamente junto al que daba la información.

[Nota: Posteriormente el fallecido fue identificado como Gisel Chaprón, de veintiocho años, vecino de Primera y Portuondo].

EN LA CASA DE SOCORRO

José Casamayor Caballero, de 48 años, llegó cadáver a ese centro. Murió a consecuencia de las heridas de bala que sufriera en San Miguel 201. Este ciudadano perdió la vida al ser alcanzado por proyectiles en uno de los tiroteos que se produjeron en su barrio cuando los soldados del Moncada disparaban contra unos sospechosos. Al observar que su hijo, Baudilio Casamayor Martínez, de once años, se desplomaba sobre el pavimento herido de bala, José Casamayor se abalanzó hacia él para tratar de auxiliarlo y cayó mortalmente herido.

MUERTO EL "NIÑO CALA"

En un lugar cercano al matadero municipal de la ciudad fue muerto a tiros el conocido revolucionario de cuando la lucha contra la tiranía de Gerardo Machado (1929-1933), Manuel Reyes Cala, "El Niño Cala".

Manuel Reyes, muchos años antes, había pertenecido al ejército, estuvo envuelto en conspiraciones contra el régimen machadista y había participado en la acción denominada "La Gallinita".

Posteriormente, fue inspector de sanidad en Santiago de Cuba, y se le consideraba en 1953 alejado de las actividades revolucionarias. La confirmación de la muerte de "El Niño Cala" se produjo cuando su esposa se personó en las oficinas del cementerio de Santa Ifigenia para solicitar le fuera entregado el cadáver, que era uno de los 35 que permanecían sin identificar.

OTRA MUJER HERIDA

Se reportó en el Hospital de Emergencia que habían atendido allí a la anciana de 83 años Felipa Castillo. La anciana recibió una herida en la rodilla por impacto de bala, frente a su casa, en la Calle Segunda número 405. Según declaró, se encontraba en el medio de la calle rezando, en el momento en que la fuerza pública originó un tiroteo en el lugar y una bala le alcanzó.

"INSURRECTOS" HERIDOS: UNA PRUEBA MÁS DEL CRIMEN

Bajo el título de "Los insurrectos heridos", el periódico Prensa Universal insertó la siguiente nota: "Entre los heridos de bala que recibieron asistencia en la Casa de Socorro de Trocha, se encontraban Ismael Ricondo Fernández, de 23 años, que dijo ser vecino de la calle República 79, Artemisa, provincia de Pinar del Río, quien presentaba heridas de bala en la mano derecha de pronóstico grave, y Guillermo Elizarde Sotolongo, también de 23 años, que dijo ser residente de Santa Clara (provincia de Las Villas), pudiendo conocerse que ambos fueron remitidos al cuartel Moncada, donde quedaron internados por suponérseles participantes del grupo de presuntos asaltantes a esa guarnición".

[Nota: Ismael Ricondo Fernández, que realmente pertenecía al grupo de los asaltantes heridos, apareció posteriormente en el parte oficial como muerto en combate. Con antelación a ese parte se había informado a la prensa "que las fuerzas al mando del comandante Andrés Pérez Chaumont tienen sitiado un numeroso grupo de asaltantes en la finca de Pepe Vázquez (granjita) en las cercanías de Siboney, estimándose que hay numerosos muertos y heridos"].

CIVILES ASESINADOS

Años más tarde se confirmaría una relación de nombres que corresponden a civiles asesinados en el Moncada o en otros lugares juntamente con los combatientes de aquella gesta heroica. Además de "El Niño Cala", ya mencionado, integran esa lista Miguel A. Ravelo Ravelo, Rubén Cordero Sánchez, Eduardo Ambrosio Hernández, Rolando del Valle, Armando Miranda Montes de Oca, Pedro Romero Fonseca, Francisco Viera Milián y Raúl Villareal.

Dibujo de H. Maza publicado en el periódico Revolución. Haza realizó esbozos de momentos extraordinarios de los hechos del 26 de julio y del juicio del Moncada a partir de testimonios de Haydée Santamaría, Melba Hernández, Marta Rojas y Baudilio Castellanos. Fidel castro, el 16 de octubre de 1953, en la pequeña sala de enfermeras. De espalda están los magistrados; también aparecen abogados de la defensa de otros asaltantes, el asaltante Abelardo Crespo (en cama Fowler, herido en un pulmón) y otros. A la izquierda los seis periodistas. La salita estaba fuertemente custodiada por militares del régimen. Dibujos del Moncada... Granma.

FIDEL EN "LA HISTORIA ME ABSOLVERÁ"

En su histórico alegato "La historia me Absolverá", dijo Fidel refiriéndose a estos crímenes:
"Terminado el combate se lanzaron como fieras enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba y contra la población indefensa saciaron las primeras iras. En plena calle y muy lejos del lugar donde fue la lucha le atravesaron el pecho de un balazo a un niño inocente que jugaba frente a la puerta de su casa, y cuando el padre se acercó a recogerlo le atravesaron la frente con otro balazo.

"Al 'Niño Cala' que iba para su casa con un cartucho de pan en las manos, lo balacearon sin mediar palabra. Sería interminable referir los crímenes y atropellos que se cometieron contra la población civil. Y si de esta forma actuaron con los que no habían participado en la acción, ya puede suponerse la horrible suerte que corrieron los prisioneros participantes o que ellos creían que habían participado; porque así como en esta causa involucraron a muchas personas ajenas por completo a los hechos, así también mataron a muchos de los prisioneros detenidos que no tenían nada que ver con el ataque; éstos no están incluidos en las cifras de víctimas que han dado, las cuales se refieren exclusivamente a los hombres nuestros. Algún día se sabrá el número total de inmolados".
OTROS HECHOS

Desde el interior de la provincia de Oriente, de la que es capital, llegaron a Santiago de Cuba diversas informaciones sobre la situación en los distintos municipios, a partir del asalto al Moncada.

El corresponsal de Jiguaní informó que desde que se conoció el hecho del asalto en horas de la mañana, fueron tomadas militarmente las calles del municipio y comenzó el registro a todos los vehículos y transeúntes por parte de la policía. En horas de la tarde estalló un petardo en un solar yermo en esa localidad, frente al Parque Central, sin que hubiera que lamentar desgracias personales.

Por su parte, el corresponsal de Manzanillo decía en su despacho que esa ciudad también era recorrida por patrullas desde horas de la tarde del 26, y se había desalojado a todos los establecimientos comerciales y otros centros de reunión. Pudo saberse que unas veinte personas estaban detenidas en el cuartel de la Guardia Rural, sin que se hubieran dado a conocer sus nombres.

Un hombre no identificado que se le hizo sospechoso al ejército fue registrado y al oponer resistencia, recibió un culatazo que le produjo una grave lesión. Lo recluyeron en el hospital de Manzanillo.

LOS VUELOS DE "CUBANA"

Desde Camagüey se informó que el vuelo 483 de la Compañía Cubana de Aviación, procedente de Santiago de Cuba, llegó retrasado, y que asimismo se demoró la salida del vuelo 472, destinado a la citada ciudad, por instrucción que desde ella se impartió.

ACUARTELAMIENTO GENERAL

De Holguín se reportó la orden de acuartelamiento de las fuerzas del ejército y la policía, el registro de toda clase de vehículo que transitara por las calles o carreteras y el arresto de todas las personas señaladas como oposicionistas o activistas revolucionarios. Esta orden se hizo extensiva a toda la provincia de Oriente y, en general, a toda la Isla. Las estaciones de radio y las centrales de servicio telefónico de larga distancia también fueron tomadas militarmente. Se advertía un movimiento extraordinario de la fuerza pública.
III: 27 DE JULIO.
CENSURA DE PRENSA

Por el sistema prewi-radio desde La Habana se conoció en Santiago de Cuba que el gobierno había establecido la CENSURA DE PRENSA para los periódicos Pueblo, El Mundo y Prensa Libre, igualmente se informó que fue clausurado el periódico Hoy, del Partido Socialista Popular (Comunista). Según Valdés Guerra, corresponsal del Diario de Cuba en La Habana, el ministro de Información del régimen, Ernesto de la Fe, dio cuenta de estas noticias en una nota entregada a los periodistas en la capital.

El periódico Pueblo no se publicó el día 27 debido a un incidente ocurrido con su director; tampoco Pueblo vio la luz el día siguiente, porque se hacía necesaria la reparación de dos de sus linotipos, rotos por la policía durante el incidente.

También se reportó desde La Habana que la policía se mantuvo acuartelada.

El periódico Diario de Cuba, de Santiago, publicó una nota en sus páginas que decía: "La información gráfica: Lamentamos no poder ofrecer a nuestros lectores una información gráfica más completa de los dolorosos sucesos del pasado domingo, debido a que las mismas fueron ocupadas".

[Nota: Al fotógrafo del Diario de Cuba, Ocaña, le rompieron la cámara en el cuartel Moncada en las primeras horas de la mañana del domingo, y, posteriormente, le ocuparon las fotos que tomó].

SUSPENDIDAS LAS GARANTÍAS

El gobierno suspendió las garantías constitucionales por 90 días, a consecuencia de los sucesos del Moncada. Luego esta suspensión se extendió por más tiempo.

RELACIÓN DE MILITARES MUERTOS


Los periódicos de Santiago de Cuba publicaron la relación de militares muertos en los sucesos del Moncada. El ejército tuvo en total 19 muertos y 30 heridos; éstas fueron las cifras del balance total, incluyendo algunos heridos que murieron con posterioridad al día del asalto. La cifra de los asaltantes fallecidos (casi todos asesinados) aumentó de 33 el primer día a 43 el segundo, y así progresivamente. El día 27 todavía no se habían dado los nombres de los revolucionarios caídos. Los heridos por parte de los combatientes revolucionarios que lograron sobrevivir sólo fueron 5. Las "autoridades" aseguraban que muchos revolucionarios más habían "muerto en combate en las afueras de la ciudad y en las proximidades de Bayamo, y que posteriormente se ofrecerían nuevos partes...".

Fidel Castro (en el extremo derecho) se defendió solo en el juicio por el asalto al cuartel Moncada.

LOS DETENIDOS PRESENTADOS

La primera lista de los detenidos por el asalto al cuartel Moncada y de Bayamo fue dada a conocer cuando los pusieron a disposición del Tribunal de Urgencia. Esta relación fue suministrada en el vivac municipal.

La lista la encabezaban Melba Hernández y Haydée Santamaría, y continuaba con José Villa Romero, Oscar Gras Escalona, Mario Burman, Lázara Pérez Cuesta, Gabriel Gil Alfonso, Ulisis Sarmiento Vargas, Gerardo E. Sosa Rodríguez, Isidro Peñalver, Humberto Valdés Casañas, Ramón Rodríguez, Guillermo Elizarde, Gerardo Hernández, Rolando Guerrero Bello, Manuel Vázquez, Angel Díaz, Carlos A. Merilles, Orlando Cortés Gallardo y Eduardo Rodríguez Alemán.

[Nota: Algunos de los detenidos habían tenido participación en los hechos; otros no].

TRANSPORTE AÉREO NORMALIZADO

Los pilotos de la compañía Cubana de Aviación rindieron el viaje del día 27 hasta Santiago de Cuba y recibieron órdenes, en el aeropuerto de Camagüey, de volar con las luces apagadas por temor a que "los elementos pertenecientes al grupo atacante, que se han internado en el campo, dispararan contra los aviones". Se varió la ruta de vuelo, viéndose las naves obligadas a cruzar por encima de la peligrosa Sierra Maestra, que bordea la ciudad de Santiago de Cuba.

FOTOS DEL CUARTEL

El periódico Diario de Cuba publicó una foto de los exteriores del cuartel Moncada. El pie de grabado decía: "En el ala izquierda del cuartel fue donde se concentró el fuego entre ambas partes, con más intensidad, según puede verse por los impactos en la presente fotografía. Todos los puntos de la fachada corresponden a los impactos de los proyectiles. En ese ángulo se encuentran la barbería, que fue totalmente destruida, y la sección de operaciones".

También publicó fotos del hospedaje donde durmieron los combatientes en Bayamo, así como de las ropas militares y armas ocupadas.
IV.
ADMITEN QUE FUE UN EJÉRCITO REVOLUCIONARIO

En contraste con el calificativo de mercenarios, que les dio Chaviano a los combatientes del Moncada en su informe oficial del día 26, y en la conferencia de prensa, los periódicos de Santiago, en una nota oficiosa sobre el balance de los sucesos, decían: "Los integrantes del ejército revolucionario que se lanzaron al suicida empeño de lograr el dominio militar de esta provincia sufrieron la baja de 33 muertos en la acción del domingo, en esta ciudad; dos en la acción de Bayamo, y cuatro ayer, en fincas de los términos. Otros cuatro, ayer lunes, fueron muertos en Santiago-Siboney, en las fincas por las cuales, los que lograron evadirse, son perseguidos en dirección a la Gran Piedra, y a Ramón de las Yaguas. En total sus bajas por muerte ascendieron a 43".

LA IDENTIFICACIÓN DE RENATO GUITART


Hasta el día 28, el único de los revolucionarios que asaltaron el Moncada, cuyo cadáver había sido identificado, era Renato Guitart. Se trataba del único residente en Santiago de Cuba que participó en el asalto a la segunda fortaleza del país. Renato era miembro de la Dirección del movimiento revolucionario.

El levantamiento de los cadáveres se verificó en dos etapas; las fuerzas armadas recogieron los suyos al cesar el tiroteo; los 33 primeros cadáveres de los revolucionarios fueron levantados con posterioridad. El juzgado de instrucción del Norte se hizo cargo de las diligencias judiciales, que se iniciaron a las once de la noche del día siguiente. Estas actuaciones estuvieron a cargo del juez, Leoncio Despaigne y Grave de Peralta, con el secretario Ciro Sánchez del Campo y los médicos forenses doctores Prieto Aragón, Alipio Rodríguez López y Ramón Cabrales. Todos los cadáveres, exceptuando el de Renato Guitart -reclamado por sus padres, residentes en Santiago-, se introdujeron en cajas rústicas de madera, sin forro, ni pintura, y se enviaron al Necrocomio del cementerio de Santa Ifigenia, en una rastra. La ruta de este cortejo fue: carretera central, Paseo de Martí y camino del cementerio. El examen de los cadáveres, por parte de los forenses, se realizó con gran valentía.

En vista de que las heridas apreciadas en los cadáveres de los revolucionarios que asaltaron el Moncada, eran mortales por necesidad, los médicos forenses, después de examinarlos exhaustivamente, prescindieron de la autopsia, pero consignaron, en los certificados el estado deplorable de cada uno, la localización y grado de las heridas, las contusiones y mutilaciones que presentaban, así como las ropas que vestían. Muchos de ellos llevaban debajo del uniforme ropas de enfermos. Se trataba de aquellos que se refugiaron en las salas del Hospital Civil donde los hicieron prisioneros, para después darles muerte, en horrendos asesinatos, en el Moncada.

OTROS REVOLUCIONARIOS IDENTIFICADOS

Tras la identificación de Renato Guitart, se estableció la identidad de otros dos revolucionarios muertos: el doctor Mario Muñoz Monroy, de Colón, provincia de Matanzas, y Víctor Escalona, vecino de La Habana. El cadáver del doctor Muñoz fue reclamado en el cementerio por el doctor Castellanos Fonseca, presidente del Colegio Médico, en nombre de esa institución, y se le entregó al reclamante. En el avión del día 27 habían llegado a Santiago algunos familiares del doctor Muñoz.

LA OTRA CARA: ASCENSOS Y CONDECORACIONES PÓSTUMAS

Los miembros de la policía y del ejército que murieron en los sucesos del Moncada recibieron honores militares post morten. Los prisioneros que aún estaban en el Moncada a la hora del entierro fueron obligados a presenciar la ceremonia desde sus celdas.

Fue el general Martín Díaz Tamayo quien impuso las condecoraciones y ascensos póstumos. El mismo que trajo la orden de que por cada militar muerto había que matar a 10 revolucionarios. Fidel dijo sobre este mensaje en La Historia me Absolverá: "Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz Tamayo, quien trajo instrucciones concretas salidas de una reunión donde se encontraban Batista, el jefe del Ejército, el jefe del SIM, el propio Díaz Tamayo y otros. Dijo que era una vergüenza y un deshonor para el ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes y que había que matar 10 prisioneros por cada soldado muerto".

OCUPARON CAMAS

En una casa situada en la calle 1ra. entre Cuarta y Quinta en el barrio Sueño, la policía ocupó quince camas pequeñas, así como uniformes del ejército. Los revolucionarios también se hospedaron en la granjita Siboney, los hoteles Rex y Perla de Cuba, en la casa de huéspedes La Mejor y en otra casa de la calle Celda.

REVOLUCIONARIOS INGRESADOS EN LA COLONIA


En la clínica de la Colonia Española fueron hospitalizados los combatientes heridos José Ponce Díaz, de Artemisa, y Gustavo Arcos. El departamento donde los recluyeron quedó bajo custodia del ejército. El doctor Posada, médico de la clínica, no permitió que los soldados se llevaran a los jóvenes allí ingresados. Se produjo un grave incidente entre los militares y el médico.

La clínica del Centro Gallego también fue allanada. Allí se encontraba ingresado el revolucionario Abelardo Crespo, pero el ejército se lo llevó violentamente y lo trasladó para el Moncada, donde lo torturaron. De allí lo llevaron al Hospital Militar y, posteriormente, junto con los también combatientes heridos, Pedro Miret y Fidel Labrador, lo condujeron al Hospital Civil.
V: 28 DE JULIO.
FOTOS DE LOS DETENIDOS

Por primera vez, el día 28 los periódicos locales publicaron una foto del grupo de detenidos cuando ingresaba en el Vivac de Santiago de Cuba. La foto corresponde a los que quedaron puestos a disposición del Tribunal de Urgencia.

LOS SITIADOS EN SIBONEY


En relación con el grupo de "sediciosos" que se decía estaban sitiados en Siboney, nada se informó oficialmente, ni el 27 ni el 28, aunque se supo que el ejército desalojó a las familias residentes en Siboney, "para que no corrieran peligros", según les dijeron.

Los héroes del Asalto al Cuartel Moncada escoltados por soldados de Batista. Mirando a la cámara, Fidel Castro.

TOMADA LA AUDIENCIA

La Audiencia de Santiago de Cuba, uno de los lugares ocupados por los revolucionarios el 26 de julio, fue tomada por el ejército, por lo que no se pudo laborar normalmente.

MENCIÓN DE TIZOL

José Vázquez, dueño de la granja Siboney, alquilada por los asaltantes y donde se estableció el cuartel general de los combatientes de la juventud del Centenario, fue detenido y quedó sujeto a investigación.

Vázquez declaró en el Vivac que un joven de apellido Tizol (Ernesto Tizol) le había alquilado el inmueble en abril pasado (1953) para instalar en la finca una granja de pollos, que el joven se lo había recomendado Renato Guitart, pero que él ignoraba los verdaderos propósitos que lo animaban. Todo era cierto.

COMBATE EN SAN RAMÓN

En la finca San Ramón, en las proximidades de Siboney, continuó "el combate" de fuerzas del ejército con los "sediciosos fugitivos", reportándose cinco muertos de los que intentaron la toma del cuartel Moncada. De parte del ejército no hubo ninguna baja. Las fuerzas estaban al mando del comandante Andrés Pérez Chaumont.

MUERTOS EN BAYAMO

Entre los muertos registrados en Bayamo en las 48 horas que siguieron al 26 de julio, se identificó a uno de ellos como Rafael Freyre, por una inscripción encontrada en el pantalón que vestía. Además, el corresponsal bayamés Rolando Avello informó a Santiago que de acuerdo con el informe suministrado por las autoridades, en la finca Ceja Limones, a diez kilómetros de Bayamo, los "rebeldes se batieron" con fuerzas del ejército, produciéndose cuatro muertos de parte de los "insurrectos" y ninguna baja por el ejército.

En las ropas interiores de los revolucionarios muertos se observaron el nombre de Pedro y las iniciales ASR, en el pantalón de otro de los muertos se leía el nombre de Rafael Freyre.

En la ropa de otro estaba inscrita la dirección Sam. Los Celestinos y Campa, y las iniciales EQ.

Los cadáveres presentaban heridas de bala, mortales por necesidad, en la cabeza, cuello y otras regiones del cuerpo. Les fueron ocupados varios objetos: un cepillo de dientes, un ticket para viajar en vehículos de la empresa de Autobuses Modernos S.A., una llave, fósforos, cigarros, escasa cantidad de dinero en efectivo. Con los muertos del 28 sumaban seis los rebeldes "liquidados" por la fuerza pública de esta ciudad, termina diciendo el informe censurado del corresponsal.

OTRO MUERTO EN BUEYCITO

Informó también el corresponsal bayamés que en el entronque de Bueycito se halló el cadáver de un joven como de 25 años, que se estimaba pertenecía a los asaltantes de Bayamo y Santiago de Cuba. Las autoridades no dieron ninguna información más al respecto.

OCUPACIÓN DE MATERIAL "ATÓMICO" EN UN BARCO QUE VINO DE CANADÁ

Bursato de cobalto, "un material radiactivo de índole atómico", miles de guantes para ocultar huellas digitales y deflagraciones de pólvora y otros materiales de guerra, fueron ocupados en un barco que, procedente de Canadá, llegó al puerto de Santiago de Cuba. Estos materiales las autoridades los relacionaban directamente con los asaltantes del Moncada. El material estaba destinado a una empresa denominada Can y Compañía, que decían haber comprobado que era inexistente.

El barco ancló en The Santiago Terminal Company, de esta ciudad. El buque de bandera canadiense se llamaba Canadian Highlander. [Nota: Esta información sobre el barco cargado de guantes de goma y "material atómico" fue ampliamente difundida y propalada con gran estrépito por la tiranía en Santiago de Cuba. La información se publicó a grandes titulares. Era una de las cosas más absurdas y ridículas].

MUERTO EN UN "ENCUENTRO" CON EL EJÉRCITO

En Palo Seco, cerca de Contramaestre, Oriente, en la finca del doctor José Castellanos, alrededor de las tres de la mañana del 28, fuerzas del ejército al mando del sargento Vicente Alfonso Cruz, "sostuvieron fuego" con cuatro desconocidos, del que resultó muerto un joven como de 30 años, de tez blanca y estatura baja, que vestía pantalón kaki y camisa blanca. No se ofreció información oficial ampliada sobre este "encuentro", ni fue identificado el cadáver.

OTROS "ENCUENTROS"

También el día 28 fuerzas del cuartel Moncada sostuvieron otro "encuentro" en la finca San Enrique, camino de la Gran Piedra, cerca de Siboney, donde fueron muertos seis revolucionarios. Esas tropas estaban al mando del comandante Andrés Pérez Chaumont. [Nota: De los combates que dirigió el comandante Pérez Chaumont, en los alrededores de Santiago, cerca de Siboney, dijo Fidel en La Historia me Absolverá, refiriéndose al interrogatorio que él, como abogado, hizo a Chaumont en el juicio: "Le pregunté cuántos hombres nuestros habían muerto en sus célebres combates de Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por fin que 21. Como yo sé que esos combates no ocurrieron nunca, le pregunté que cuántos heridos habíamos tenido. Me contestó que ninguno: todos eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que si el Ejército estaba usando armas atómicas. Claro que donde hay asesinatos a boca de jarro no hay heridos. Le pregunté después cuántas bajas había tenido el Ejército. Me contestó que dos heridos. Le pregunté por último si alguno de esos heridos había muerto, y me dijo que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos los heridos del Ejército y resultó que ninguno lo había sido en Siboney"].
VI: 29 DE JULIO.
UNA FOTO DE FIDEL CASTRO

El día 29 apareció en los periódicos de Santiago una fotografía de Fidel Castro, jefe del movimiento revolucionario que asaltó el Moncada. Se trataba de una fotografía de Fidel adolescente. El título del grabado decía: "Principal Acusado". Se publicó a una columna. El pie de foto decía: "Este joven abogado es al que se acusa de haber dirigido el trágico y loco ataque al cuartel Moncada, al frente de una agrupación titulada "Comandos". Este individuo, se dice, que vestido con uniforme de comandante del ejército, dirigió el ataque...".

UNA CASA ALQUILADA POR RENATO


La noticia de que Renato Guitar había alquilado una casa para los revolucionarios fue ampliamente divulgada en la prensa local. Esta información partía de las actuaciones practicadas por la Policía Secreta del Gobierno Provincial de Oriente. Se trataba de la casa de Celda número 8 en la barriada de Flores. En este lugar permanecieron varios de los asaltantes del Moncada y en uno de los registros practicados se ocuparon, según la policía, una cámara fotográfica, cuatro pantalones de uso, dos camisas de uso, un pañuelo, dos pares de zapatos, uno de ellos iguales a los que usaba el ejército, una botella de alcohol, una brocha de afeitar y otros objetos de uso personal. El dueño de la vivienda era Antonio Romero, quien declaró que le había alquilado el inmueble a Renato Guitart por la suma de 25 pesos. También se supo que los ocupantes de la vivienda alquilaron en la mueblería Barrios 40 colombinas, 40 colchones y 40 almohadas. La cuenta fue pagada por Oscar Alcalde.

ASCIENDE A 10 EL NÚMERO DE MUERTOS EN BAYAMO

"Asegúrase que los frustrados asaltantes del cuartel de la Guardia Rural de Bayamo -decía el parte censurado del corresponsal en esa ciudad- continúan por las fincas y montes ubicados en el término municipal de Bayamo y en el de Jiguaní. En la tarde de ayer, fuerzas al mando del sargento Alfonso, jefe del puesto militar de Baire, ‘se batieron’ en la finca Las Viajacas, del barrio Los Negros, cuatro asaltantes, de los cuales resultó muerto uno de la raza blanca, como de 28 años; no ha sido identificado". Asimismo se informó que los demás "insurrectos" están "rodeados". La Guardia Rural "dice" que espera "capturarlos de un momento a otro".

Además se informó que en la finca Palmira, de este municipio, situada frente a la arrocera del señor Raud, entre Bueycito y Barrancas, apareció el cadáver de otro joven no identificado que se estima sea también uno de los asaltantes "muertos en acción" contra el ejército en horas de la tarde del 28.

"Por otra parte, en la carretera que conduce al central Sofía, fueron encontrados dos cadáveres más de los asaltantes -sin identificar-. Con estos últimos se eleva a diez el total de muertos en Bayamo, hasta el presente".

TRASLADAN A EL CANEY LOS CADÁVERES DE SEIS REVOLUCIONARIOS

Todos los periódicos de Santiago de Cuba publicaron una información sobre el traslado a El Caney de los cadáveres de seis revolucionarios muertos en esa zona. Los cadáveres fueron depositados en el necrocomio de ese pueblo, cercano a Santiago de Cuba, y puestos a disposición del juez municipal "por ser de su competencia actuar en el caso".

[Nota: se trataba de seis revolucionarios asesinados, aun cuando el parte oficial decía que "habían muerto en combate". La censura dejó publicar inexplicablemente tres fotos en el periódico Prensa Universal. En ellas se observaba el estado de franca descomposición de los cadáveres. En total, fueron dieciséis los combatientes asesinados que llevaron al cementerio de El caney. Cuando la atmósfera de repudio de los crímenes por parte de la ciudadanía se hizo insoportable al régimen, transfirieron a El Caney el triste honor de abrigar en su suelo los restos de los combatientes asesinados "para que Santiago no protestara más"].

Abel Santamaría, segundo jefe de la acción; hermano de Haydée

ABEL SANTAMARÍA Y BORIS LUÍS SANTA COLOMA

La prensa local del día 29 se refiere en forma muy vaga a la posible muerte de Abel Santamaría y Boris Luís Santa Coloma en el combate del Moncada. Ese mismo día hay referencia de una declaración hecha en el Vivac de Santiago de Cuba por Haydée Santamaría, en la que denuncia que su hermano Abel y su novio entonces, Boris Luís Santa Coloma, habían perecido. Haydée declaró que ambos habían muerto a manos del ejército después de detenidos, pero la censura solo dejó pasar que "cayeron en el Moncada", o "murieron a manos de la fuerza pública", en otro caso.

No obstante después de esas declaraciones, al régimen no le quedó más remedio que informar en una nota muy ambigua lo siguiente: "Hemos podido conocer que entre los asaltantes al cuartel Moncada se encontraban Boris Luis Santa Coloma, de 25 años, a quien le faltaban dos asignaturas para graduarse de doctor en Ciencias Comerciales; Abel Santamaría, de 25 años, y Pedro Miret".

"Como estos individuos no figuran en la relación de los detenidos, se supone que fueron de los que perecieron en la batalla y han sido sepultados sin identificar."

[Nota: Este suelto apareció en el periódico Diario de Cuba, el 29 de julio de 1953. Pedro Miret, mencionado en esta información como uno de los "presuntos" muertos sin identificar, se encontraba herido].

NOTICIAS FALSAS SOBRE FIDEL

También el día 29, pero en el libelo Ataja, de La Habana, se publicó un cintillo sensacionalista donde se daba por muerto al doctor Fidel Castro "peleando contra el ejército". La nota decía textualmente: "En los momentos de entrar en prensa esta edición de Ataja, nuestro director Alberto Salas Amaro estableció comunicación telefónica con el coronel Alberto del Río Chaviano. Interrogado el jefe del Regimiento 1 Maceo sobre las últimas noticias, declaró que aún se continuaba persiguiendo a pequeños grupos aislados. Y que el orden en toda la región era absoluto
".

"Posteriormente fuimos informados por nuestro enviado especial que el coronel Ugalde Carrillo se encuentra trabajando intensamente en el examen de las huellas dactilares, estimándose, con toda seguridad, que entre los civiles enterrados sin identificar que murieron durante el asalto al cuartel Moncada cayó el jefe de los atacantes, Fidel Castro."

La aviesa nota tenía la clara intención de preparar las condiciones para darle muerte al líder del movimiento cuando fuera localizado, e incluirlo en la lista siempre abierta de "asaltantes muertos en combate".

Ya en esos días existía en todo el país una conmoción tal que generaba a su vez apoyo y solidaridad con los perseguidos, detenidos o heridos por los sucesos del Moncada. Esta situación tensa, de enérgico rechazo de la represión brutal y continuada, de los crímenes ya conocidos y de todas las arbitrariedades y abusos de dos mandos y la soldadesca del Moncada, comenzó a inquietar al régimen. En esos días se publicaron dos bandos del ejército "ofreciendo garantías a los perseguidos", y Chaviano aceptaba las gestiones de paz iniciadas por el arzobispo Pérez Serantes y las llamadas "fuerzas vivas" de Santiago de Cuba.

En lo adelante los crímenes fueron más encubiertos, pero no se dejaban de cometer.
VII: 30 DE JULIO.
LA DETENCIÓN DE RAÚL CASTRO Y SUS PRIMERAS DECLARACIONES

La noticia más importante que se produjo en toda la prensa el día 30 de julio en Santiago de Cuba fue la detención del joven Raúl Castro, quien dirigió la toma del Palacio de Justicia el 26 de julio de 1953, hermano del jefe del movimiento, Fidel Castro.

El cintillo del periódico Oriente decía: CAPTURADO EN SAN LUIS RAUL CASTRO, HERMANO DEL DOCTOR FIDEL CASTRO. La noticia se publicó en la primera plana del periódico con una foto de siete pulgadas de alto por tres columnas de ancho, donde aparecía Raúl de pie. La cabeza de la fotografía decía: "El jefe del ataque al Moncada" -se refería a Raúl que había asumido la responsabilidad de aquella acción al saber a Abel muerto y estimar que Fidel se encontraba en las montañas donde proseguiría la lucha-. El pie de grabado decía: "Este jovencito, que no aparenta tener más de dieciocho años de edad, hermano del que se acusa como jefe del movimiento insurreccional, doctor Fidel Castro, se nombra Raúl Castro Ruiz (es Ruz), fue detenido ayer, cerca del poblado de San Luis".

"Este individuo", continuaba el pie de grabado -según informes- "fue el que dirigió personalmente a los atacantes del cuartel Moncada el pasado domingo y estaba parapetado en el edificio del Palacio de Justicia, logrando huir en la confusión que se formó al ser repelida la agresión por la guarnición del Moncada".

En el periódico Prensa Universal, también de Santiago de Cuba, además de la información de la detención de Raúl aparecieron sus primeras declaraciones, hechas en el Vivac de Santiago de Cuba, donde fue presentado. Decía Raúl en las declaraciones:

"Vivo en Neptuno 914, en La Habana, soy estudiante de Ciencias Sociales en la Universidad; mis padres viven en Birán, cerca de Marcané, en Mayarí, y me pasan una mesada; llegué a Oriente el sábado por la tarde para participar en el asalto al cuartel Moncada; salí el viernes por la noche invitado por mi hermano Fidel. Los planes no los supimos hasta que no estuvimos en la finca de Siboney, donde nos dijeron que íbamos a tomar el cuartel Moncada, explicándonos cómo se harían las cosas" -dijo, y en otra parte agregó: "las órdenes eran hacer prisioneros y no matar a nadie, también se nos dijo de las proclamas que se publicarían al terminar el movimiento en que se dirían de la repartición de tierra a los aparceros con una verdadera Reforma Agraria; el 25 por ciento de la producción a los obreros de todas las fábricas y una serie de leyes progresistas".

"Penetramos con cinco compañeros a la Audiencia de Santiago, con el objeto de tomarla y evitar que los soldados hicieran fuego sobre los compañeros, guardando la retirada a los encargados de tomar el cuartel Moncada. En los momentos que llegamos, cruzaba un soldado, le dimos el alto y lo llevamos para adentro. Personalmente toqué a la puerta, salió el sereno y lo amenacé con mi escopeta, a la vez que deteníamos a dos soldados que dormían en la Audiencia en el tercer piso, subimos a la azotea, desde donde no era posible tirar para el cuartel porque teníamos que sacar mucho el cuerpo por la altura del muro, optando por bajar. Al poco rato llegaron tres o cuatro policías y un paisano con una pistola, abrimos la puerta, entraron y los desarmamos, deteniéndolos. Estuvimos un rato más y al percatarnos que había fallado el golpe, abandonamos el lugar. No sé si el plan era nacional y no sabía nada tampoco de lo de Bayamo.

"Apenas llegaron aquí los revolucionarios fueron trasladados para un finca cerca de Siboney. Una vez allí les repartieron uniformes y armas para el asalto. No nos habían explicado ningún plan sobre cuestiones sociales, únicamente las pequeñas explicaciones hechas por Fidel en breves palabras, lo que ya he dicho.

"Mi afiliación política era ortodoxa, pero la ortodoxia ya no existe.

"A todos los individuos que vinieron, sólo de vista conocía a algunos. Cuando salí del Palacio de Justicia, me despojé de la ropa militar y me quedé con un pantalón de civil que tenía. Arrojé las armas y corriendo a toda velocidad atravesé la calle Garzón, ahí seguí por todas esas calles hasta que fui a dar a la Terminal y por toda la línea fui caminando hasta El Cristo, durmiendo en un campo de caña, al día siguiente salí caminando por la línea hasta Dos Caminos, subí al pueblo, compré pan y tomé agua y al continuar caminando me detuvieron, me dieron el alto, me pidieron identificación y dije que era de Marcané, que había venido a los carnavales y al quedarme sin dinero, me tuve que ir a pie para la casa. Al no poder identificarme me llevaron para el cuartel de San Luis, desde el martes por la mañana hasta el miércoles por la tarde; mientras investigaban mi verdadero nombre. Una vez conocido, me remitieron para Palma y luego para el Moncada."

Hasta aquí las declaraciones formuladas por Raúl Castro, que fueron facilitadas a los periodistas previa censura del texto. Ese mismo día fueron presentados también los combatientes Jesús Montané, Israel Tápanes, Reynaldo Benítez Nápoles, Julio Díaz González y Rosendo Menéndez García, detenidos en la zona de Sevilla, en una finca cercana a Siboney, al presentarse a la patrulla, amparados en las gestiones de paz que se habían iniciado. Fueron remitidos al Moncada y luego al Vivac.
VIII: 31 DE JULIO.
"GESTIONES DE PAZ"

El 31 de julio ya se había publicado en la prensa de Santiago que el doctor Baudilio Castellano, abogado de oficio de la Audiencia de Oriente, asumía la defensa de todos los combatientes del Moncada detenidos hasta ese momento, Baudilio Castellano se había presentado en el Vivac, donde se entrevistó con los detenidos, incluyendo a Raúl Castro y a las compañeras Haydée Santamaría y Melba Hernández, también remitidas al Vivac.

Se anunció ese día que los combatientes estaban excluidos de fianza y se ratificaba la prisión de todos. La causa recién abierta por el asalto al cuartel Moncada era la número 37 del Tribunal de Urgencia de Santiago de Cuba.

De nuevo los periódicos hablaban de "gestiones de paz", e incluso hasta el Bando de Piedad emitía una declaración.

Hasta Santiago de Cuba llegó la noticia de que los periódicos Alerta y Pueblo habían publicado cintillos donde daban la cifra de 80 muertos como la del total de bajas por el asalto al Moncada y Bayamo. Como se vio, cada día aumentaban más y más los "muertos en combate". Aunque el periódico sumaba las bajas de los soldados del régimen (19), no era menos cierto que solamente la cifra de los muertos entre los atacantes y la población civil se acercaba ya a los ochenta.

Otro titular de Pueblo, en La Habana, decía: "Gestiones de paz realizan altas figuras orientales, piden que se dicte un bando fijando plazo para que los `fugitivos' se presenten".

Representantes de distintas organizaciones nacionales, como el Colegio de Abogados, el Frente de Mujeres Martianas, el Colegio Médico y otras realizaban gestiones encaminadas a garantizar la vida de los prisioneros y evitar más crímenes. Mientras, la población de Santiago, solidarizada con los asaltantes del Moncada desde que se conoció que se trataba de una acción revolucionaria, fortalecía sus embrionarias células clandestinas para ayudar a los combatientes perseguidos y atender a los heridos ingresados en los hospitales.

Hasta ese día no se sabía nada del paradero cierto del doctor Fidel Castro y de otros combatientes que aún lo acompañaban en las montañas. Sin embargo, nadie tenía duda de que estaba vivo y que se mantenía alzado en las sierras por los alrededores de Santiago.
IX: 1 DE AGOSTO
SARRÍA CONTACTA CON FIDEL EN UN BOHÍO Y LO CONDUCE DETENIDO AL VIVAC

Detenido un considerable número de los asaltantes que lograron sobrevivir de las "operaciones de limpieza" hasta ese día, todas las patrullas del ejército se dispusieron a la búsqueda incesante de Fidel. El tristemente célebre comandante Andrés Pérez Chaumont quería para sí ese preso; tenía instrucciones precisas de darle muerte "en combate". Pero fue un militar honesto y digno, el teniente Pedro Sarría Tartabull, quien sorprendió, exhausto y durmiendo en un bohío, al jefe del movimiento, juntamente con otros de sus compañeros que se mantenían en el monte.

La digna postura de Sarría y el valor de que hizo gala al enfrentarse al sanguinario Chaumont, que exigía la entrega del prisionero para su traslado al Moncada, es conocida de todos.

Sarría condujo a Fidel al Vivac de Santiago de Cuba.

En el Vivac, Fidel se responsabilizó con el asalto al Moncada y explicó el plan que los atacantes llevaron a cabo, así como los propósitos de ese movimiento que se había gestado en el marco de la conmemoración del Centenario del Apóstol José Martí, cuyos más grandes ideales se plasmarían a partir de la empresa revolucionaria, que tras larga y cruenta lucha culminó en la más absoluta victoria de nuestro pueblo.

Las declaraciones de Fidel fueron trasmitidas por radio en Santiago de Cuba (estación CMKR) -en versión censurada del periodista Selva Yero-, por una sola vez, porque el ejército, no obstante la mutilación que se hizo a las declaraciones, temió a las palabras del joven revolucionario.

Con la detención de Fidel se abría un nuevo capítulo en la historia heroica que iniciaron los hechos del Moncada, capítulo que marcó un hito el 16 de octubre con la autodefensa del jefe de aquel movimiento: La Historia me Absolverá.
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Consideraciones sobre el
significado histórico del 26 de julio de 1953

El 26 de julio del presente año se conmemora el XXX Aniversario del Asalto al Cuartel Moncada, heroica gesta que representa un hito decisivo en el largo batallar de nuestro pueblo por su plena liberación llamada, necesariamente, por su proyección y significado, a constituirse en ejemplo para los países de América Latina que luchan por alcanzar, como expresó nuestro Héroe Nacional José Martí, su segunda y definitiva independencia.

Frente a los círculos gobernantes de Estados Unidos, que mantenían el dominio neocolonial de la Isla, y sin la participación de los tradicionales partidos burgueses nativos, y obviamente contra los deseos de la alianza de unos a otros, una pequeña y resuelta vanguardia revolucionaria se lanzó por sorpresa al asalto de la segunda fortaleza militar del país con el objetivo inmediato de, una vez ocupada, armar a las masas e iniciar la gran rebelión del pueblo cubano.

Se abrió así otra página en la historia de Cuba: la de la acción armada como forma principal de lucha frente a la sangrienta tiranía de Fulgencio Batista y contra el yugo impuesto por Estados Unidos y sus monopolios explotadores a la nación cubana desde principios del presente siglo.

La acción de las armas sustentaba en un programa de orientación progresista en el que se concretaba las más importantes aspiraciones de transformación socio-económico y política posibles en la coyuntura nacional de entonces.

Durante su defensa, Fidel Castro pasó de acusado a acusador... Denunció los males de la Cuba de esa época. De las primeras fotos de Fidel después del asalto al Moncada, en el Vivac de Santiago de Cuba. Foto: Ernesto Ocaña

Acción y programa respondían al previo análisis marxista-leninista de las condiciones objetivas y subjetivas prevalecientes. Estas condiciones maduraron extraordinariamente a partir del golpe de Estado pro imperialista que tuvo lugar el 10 de marzo de 1952 con el fin de impedir que un partido mayoritario, de orientación reformista, llegase al poder a través de un proceso electoral, convocado en los marcos de la llamada “democracia representativa”, que el propio régimen burgués dependiente de Estados Unidos no respetó.

Como ha señalado el compañero Fidel Castro, mientras el imperialismo y sus lacayos enfilaban el grueso de sus baterías contra el heroico y pequeño partido de los comunistas cubanos, una nueva vanguardia –formada esencialmente por trabajadores, cuya superior jefatura sustentaba también las ideas del marxismo-leninismo– iniciaba el ataque por un flanco que, a la postre, daría traste con el sistema de explotación neocolonial.

A unos 140 kilómetros de las costas de la más poderosa potencia capitalista del planeta se iniciaba así un proceso destinado a cortar de raíz la secular dependencia de Washington, a lograr la plena soberanía nacional y transformar radicalmente las estructuras socio-económicas del país.

Semejantes propósitos, trazados en el propio corazón de una región estimada como “patio trasero” del imperialismo norteamericano, área clásica de penetración e influencia de los monopolios yanquis y de la política exterior de la Casa Blanca, tendrían honda significación histórica para nuestro continente.

El revés táctico sufrido el 26 de julio de 1953, al no alcanzarse los objetivos militares previstos en la acción, no modificó los resultados históricos de aquel hecho, que se insertaron definitivamente en los anales de nuestro proceso revolucionario. Frente a los muros del Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, ciudad de larga tradición en nuestros precedentes combates independentistas, y la acción que simultáneamente se libró contra el cuartel de la ciudad de Bayamo, se abrió una etapa de lucha armada que no se detendría hasta el total derrocamiento de la tiranía pro imperialista en los albores de 1959.

De las filas juveniles del impetuoso movimiento popular revolucionario surgieron una dirección y una organización política que postulaban la acción decidida contra el orden antidemocrático y entreguista establecido. El incipiente movimiento revolucionario levantaba el programa expresado en la autodefensa del compañero Fidel Castro en el juicio por los hechos del Moncada, La Historia me Absolverá, Interpretación verdadera y consecuente del sentir de las masas y de las necesidades del país, que aglutinaría en torno a sí el más amplio frente de resistencia y combate populares.

La profunda convicción y la fe en las ideas que animaron el glorioso acontecimiento se impusieron y el Moncada se convirtió en antecedente y valiosa experiencia de dos hechos ulteriores decisivos: la expedición del Granma y la lucha guerrillera en las montañas, que sería la forma fundamental de la acción revolucionaria, y que contaría con el firme apoyo del movimiento clandestino que abarcaría todo el país.

Al enjuiciar el significado del 26 de Julio de 1953, el Informe Central al Primer Congreso del partido Comunista de Cuba en 1975, expresó: “Esto no constituye un mérito particular de los hombres que elaboraron una estrategia revolucionaria que a la larga resultó victoriosa, ellos recibieron la valiosa experiencia de nuestras luchas en el terreno militar y político; pudieron inspirarse en las heroicas contiendas por nuestra independencia, rico caudal de tradiciones combativas y amor a la libertad en el alma del pueblo y nutrirse del pensamiento político que guió la revolución del 95 y la doctrina revolucionaria que alienta la lucha social liberadora de los tiempos modernos, que hicieron posible concebir la acción sobre estos sólidos pilares: el pueblo, la experiencia histórica, las enseñanzas de Martí, los principios del marxismo-leninismo y una apreciación correcta de lo que en las condiciones peculiares de Cuba podía y debía hacerse en aquel momento”.

Los asaltantes del Moncada no concibieron aquel acto como el único y definitivo para derrocar a una brutal y sádica tiranía, representante –tal vez en mayor grado que los también corruptos gobiernos anteriores de la República mediatizada– de la injerencia norteamericana en la vida y el destino del país, sino como el inicio de una amplia y vigorosa actividad de masas que debía ser promovida por un hecho de alta y sentida connotación patriótica y alentada por el afán de continuidad a las luchas por la libertad de la Patria, aspiración frustrada desde principio del siglo por la intervención militar norteamericana.

El compañero Fidel Castro ha expresado que no comenzó ese día la contienda de nuestro pueblo por la liberación: “se reinició –afirmó– la marcha heroica emprendida en 1868 por Céspedes y proseguida más adelante por aquel excepcional hombre cuyo centenario se conmemoraba precisamente aquel año, el autor intelectual del Moncada: José Martí”.

Las ideas de José Martí, de profunda incidencia en la formación política y moral de muchas generaciones de cubanos fueron particularmente reivindicadas por los asaltantes, en cuyo quehacer revolucionario tuvo influencia cardinal el legado de quien fuera el más alto exponente del pensamiento revolucionario que guió a la independencia nacional.

La justa y necesaria fusión de las ideas revolucionaras nacional-liberadoras, que forman parte esencial de la tradición patriótica cubana, con los anhelos de transformación social más avanzados con base en el marxismo-leninismo animaba a los organizadores de la acción del Moncada y constituye uno de los más importantes aportes históricos de la acción del 26 de julio de 1953.

Una interpretación esclarecedora de las circunstancias políticas que enmarcaron el asalto al cuartel Moncada y de la interrelación dialéctica de este hecho con las aspiraciones de una revolución social de carácter marxista, se ofrece en la Plataforma Programática del Partido Comunista de Cuba cuando expresa:
… Fidel Castro, un joven revolucionario que comenzaba ya a destacar su vertical figura en el escenario político de nuestro país, llegó a la conclusión de que la única manera de combatir con éxito el régimen de Batista y a todo lo que él representaba, era vertebrar un movimiento independiente y ajeno a los politiqueros corrompidos y pro imperialistas, y desencadenar la insurrección popular armada como la forma más alta de la lucha de masas.

… Es precisamente en su histórica defensa durante el juicio contra los asaltantes del Moncada conocida por La Historia me Absolverá –factor determinante que convirtió en victoria estratégica el revés táctico del 26 de julio–, donde Fidel esboza, con criterio marxista, el programa popular y avanzado del movimiento que encabezaba. En ese programa se abordan, entre otros problemas, los acuciantes males que afectan a la república mediatizada; se hace una correcta apreciación de los factores de la lucha, se da un concepto de pueblo que ayuda a aglutinar a todas las clases y sectores interesados en la batalla contra la oligarquía nacional y el imperialismo; se exponen y fundamentan las principales e insoslayables medidas que el gobierno revolucionario habría de acometer de inmediato al asumir el poder”.

Al hacer un recuento de los hechos del Moncada –tanto del asalto en sí como del surgimiento de la plataforma política que significó “La Historia me Absolverá”– resulta necesario, sobre todo a la distancia de treinta años de aquellos acontecimientos, una breve reflexión sobre el marco nacional e internacional en que tuvieron lugar, favorables los primeros, desfavorables los segundos a las fuerzas revolucionarias.

Fidel Castro después del Asalto al Cuartel Moncada

I
La historia política de Cuba, en los años 50 muestra cómo la burguesía y el imperialismo cancelaron brutalmente las libertades y derechos humanos que formalmente suelen proclamarse en las constituciones burguesas. No es éste un rasgo específico de nuestro proceso histórico, sino una característica de los regímenes burgueses que se presenta con mayor o menor evidencia. Si en la época de las revoluciones burguesas se proclaman amplios programas que, independientemente de su carácter formal logran aglutinar a las masas en la lucha por convertirlos en realidad, en la época del imperialismo y de la crisis general del capitalismo se agudizan las contradicciones de los intereses económicos y sociales, las oligarquías dominantes con la vieja palabrería liberal, que es abandonada, y con ella se aniquilan hasta las limitadas posibilidades de la democracia burguesa.

Cuba era uno de los países de América más sujetos a la dominación política y económica del Imperialismo. Hasta bien entrado el tercer decenio de este siglo, en virtud de la Enmienda Platt, impuesta a nuestro país por Estados Unidos en 1901, en este país se arrogaba derechos jurídicos de intervención militar en Cuba, que consumaron en distintas ocasiones. Durante las cinco décadas de existencia de la República mediatizada los gobiernos burgueses ejercieron el poder de acuerdo con las orientaciones directas de la Embajada de Estados Unidos. Los norteamericanos iniciaron y propiciaron las más abominable prácticas de corrupción administrativa y de opresión a las clases populares. Su influencia se ejercía no sólo a través de los resortes de poder político y el amplio dominio de la economía, sino también en virtud al señorío absoluto sobre los medios de difusión y otras vías típicas de la administración neocolonial.

En nuestros campos predominaba el latifundio, en gran medida de propiedad norteamericana. “El 85% de los pequeños agricultores – explicó Fidel en ¨La Historia me Absolverᨖ está pagando renta y vive bajo perenne amenaza de desalojo de sus parcelas. Más de la mitad de las mejores tierras de producción cultivadas, está en manos extranjeras. En Oriente, que es la provincia más ancha, las tierras de la United Fruit Company y la West Indian unen la costa norte con la costa sur”. El latifundio azucarero devoraba gran parte de las tierras del país: en 1958 ocupaba 1,793,020 ha., de las cuales 1,173,015 eran propiedad de grandes monopolios norteamericanos.

Las inversiones norteamericanas controlaban en la década de los años 50, más del 30% de la producción azucarera y un tercio de los servicios públicos. Según datos de fuentes oficiales norteamericanas, la pequeña Cuba llegó a ocupar el segundo lugar en cuanto al monto de inversiones norteamericanas en América Latina, superado sólo por Venezuela, siendo mayores incluso que en el Brasil, el más extenso país del continente. Sobre riquezas fundamentales del país como el níquel, el monopolio yanqui era absoluto.

¿Qué consecuencias trajo a Cuba esta situación de dependencia económica y política? En las valerosas páginas de “La Historia me Absolverá” se analiza el resultado de la dominación neocolonial en Cuba, con elocuencia y veracidad irrebatibles. De una población de 5 millones y medio de habitantes, más de seiscientos mil eran desempleados. El censo de 1953 arrojó que más de la cuarta parte de los cubanos eran analfabetos. De la población escolar de ese año, el 54.1% carecían de escuelas. De la cifra de 600.000 desempleados, 10,000 eran maestros.

Según una encuesta realizada en 1958, el 31% de la población rural padecía de paludismo y el 35% de parasitismo intestinal; los índices de mortalidad infantil se elevaban a más de 70 de cada mil nacidos vivos. A la incultura y a la miseria creciente, hay que agregar la discriminación racial, la prostitución y la más denigrante crisis moral que puede concebirse.

En 1948, la Misión Truslow analizó la situación económica de Cuba y entre “las soluciones” recomendadas para “el desarrollo económico” sobresalía la liquidación de las conquistas obreras. Esta tarea se llevaba a cabo ya desde los últimos años de la década del 40 y significó el asesinato de dirigentes, el asalto a los sindicatos y la más brutal represión contra obreros, campesinos y demás trabajadores, empezando por los comunistas, que como el líder sindical Jesús Menéndez, cayeron entre los primeros frente a las sucesivas olas represivas.

Los gobiernos auténticos, llamados así según el partido del que procedían –corrompidos hasta el tuétano–, no eran, sin embargo, garantía suficiente para el imperialismo norteamericano. En 1952 era obvio que el “autenticismo” sería derrotado por el Partido Cubano (Ortodoxo), que si bien era un movimiento político heterogéneo, reformista y no con pocos conservadores en su seno, especialmente en su máxima dirección, incluía elementos revolucionarios y contaba con el apoyo de las masas populares, lo que constituía un peligro para el sistema neocolonial. El golpe de Estado de 1952, encabezado por Fulgencio Bastita, estuvo destinado a eliminar este peligro y asentó durante siete años una tiranía sangrienta, que descargó el terror contra las masas populares y los movimientos democráticos y progresistas y elevó la corrupción administrativa a niveles aún superiores a los conocidos durante las más escandalosas administraciones anteriores.

Soldados del Ejército de Fulgencio Batista se alistan luego del asalto al cuartel Moncada (Santiago de Cuba)

Durante el gobierno de Batista se incrementó la dominación económica por parte del imperialismo. Las grandes transnacionales llevaban a cabo su política explotadora holgadamente. Esto se lograba por medio de una brutal represión, del asesinato, a las torturas de miles de cubanos y el despojo absoluto de los derechos más elementales para las grandes masas de la población. El sometimiento a los dictámenes de la Casa Blanca y la Embajada americana llegó a los niveles más abyectos. Los gobiernos yanquis beatificaban a Batista, mientras en Cuba se llevaban a cabo una sistemática política de feroz represión de las masas populares, crecía la miseria y la traición a los intereses nacionales era descarnada práctica diaria. El Partido Comunista y las organizaciones democráticas sufrían constante y violenta persecución. Los periódicos de obreros y progresistas fueron clausurados. Se estableció el soborno y la censura militar como medios para corromper y silenciar la prensa.

Los estudiantes, fuerza de significación política al igual que en la mayor parte de la América Latina aprovechaban determinadas oportunidades para lanzarse a las calles y manifestar su repudio al régimen y chocar con la policía, pero sus gestos heroicos, reprimidos por la tiranía, no lograban quebrantar el aparato político, jurídico y militar en que ésta se asentaba.

El mayor de los partidos oposicionistas de la época el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), había quedado neutralizado por la dispersión de su dirigencia, tras la desaparición de su fundador, Eduardo Chibás, quien tuvo fuerte arraigo popular por sus campañas contra la corrupción política y la deshonestidad administrativa.

El ala izquierda de ese partido, encabezada por Fidel Castro fue seguida por la masa juvenil de éste, mientras los partidos burgueses tradicionales se sumaban al régimen pronorteamericano de Fulgencio Batista o iniciaban una suerte de juego a la guerra, a través del acopio de armas casi siempre condenadas a un almacenamiento sin destino.

Era necesario poner en marcha un movimiento de masas para derrocar la tiranía pero, con los obreros, campesinos y demás trabajadores maniatados por un estado político al que asesoraba una misión militar norteamericana, nos interrogábamos sobre las vías realmente efectivas para llevarlo a cabo.

¿Existían o no existían las condiciones objetivas para la lucha revolucionaria?” –analizaba Fidel en el discurso del 26 de julio de 1973–. “A nuestro juicio existían. ¿Existían o no existían las condiciones subjetivas? Sobre la base del profundo repudio general que provocó el golpe del 10 de marzo y el regreso de Batista al pueblo, el descontento social emanado del régimen de explotación reinante, la pobreza y el desamparo de las masas desposeídas, se podían [dar] las condiciones subjetivas para llevar al pueblo a la revolución.

La historia después nos ha dado la razón. ¿Pero qué nos hizo ver con claridad aquel camino por donde nuestra Patria ascendería a una fase superior de su vida política y nuestro pueblo, el último en sacudir el yugo colonial, sería ahora el primero en romper las cadenas imperialistas e iniciar el período de la segunda independencia en América Latina?

Ningún grupo de hombres habría podido por sí mismo encontrar solución teórica y práctica a este problema. La Revolución Cubana no es fenómeno providencial, un milagro político y social divorciado de las realidades de la sociedad moderna y de las ideas que se debaten en el universo político. La Revolución Cubana es el resultado de la acción consciente y consecuente ajustada a las leyes de la historia de las leyes de la sociedad humana. Los hombres no hacen ni pueden hacer la historia a su capricho. Tales parecerían los acontecimientos de Cuba si prescindimos de la interpretación científica. Pero el curso revolucionario de las sociedades humanas tampoco es independiente de la acción del hombre; se estaca, se atrasa o avanza en la medida en que las clases revolucionarias y sus dirigentes se ajustan a las leyes que rigen sus destinos. Marx, al descubrir las leyes científicas de ese desarrollo, elevó el factor consciente de los revolucionarios a un primer plano en los acontecimientos históricos”.

Por los tiempos anteriores al asalto, Fidel Castro decía que hace falta echar a andar un motor pequeño que ayudará a arrancar al motor grande las masas.

Ese motor pequeño debió ser la acción del Moncada, concebida desde sus inicios como la chispa que pusiese en movimiento al pueblo a iniciarse la guerra popular contra sus opresores, línea que continuaría después de la expedición del Granma y la formación del primer núcleo guerrillero de la Sierra Maestra.
II
Sin embargo, si bien las condiciones internas favorecían los objetivos de los asaltantes del Moncada como demostraría el curso de la guerra revolucionaria, las circunstancias externas resultaban desfavorables. Eran los tiempos de la llamada “Guerra Fría” y de las feroces campañas anticomunistas preconizadas por el gobierno de Estados Unidos: la época de la agresión contra Corea, del crecimiento del poderío del FBI, el surgimiento de la CIA. Basta apuntar que, sólo entre 1952 y 1955, siete gobiernos latinoamericanos fueron derrocados como parte de la estrategia imperialista para consolidar sus posiciones ideológicas y económicas en América Latina. Precisamente, en esa línea se produjo en Cuba el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952.

La orientación de la política norteamericana en aquella época se refleja, entre otros ejemplos, en el contenido y desarrollo de las reuniones y conferencias de la Organización de Estados Americanos (OEA), así como de los varios congresos anticomunistas que se auspiciaron desde Washington.

En diciembre de 1950, el gobierno estadounidense pidió la convocatoria de la Cuarta Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, invocando el artículo 40 de la Carta de la Carta de la OEA y alegando lo siguiente: “La política de agresión del comunismo internacional, llevada a cabo por medio de sus satélites, ha traído consigo una situación que pone en peligro a todas las naciones libres…

Cuatro años más tarde, la X Conferencia de la OEA, celebrada en Caracas, aprobó –en medio de una verdadera avalancha de acuerdos, resoluciones y promesas de abierto carácter demagógico– una declaración anticomunista que expresaba: “… el dominio o control de las instituciones políticas de cualquier Estado americano por parte del movimiento internacional comunista, que tenga por resultado la extensión hasta el continente americano del sistema político de una potencia extracontinental, constituiría una amenaza a la soberanía e independencia política de los Estados americanos que pondría en peligro la paz de América…

Al referirse al marco internacional en el que se desenvolvieron los hechos del Moncada, Fidel Castro ha dicho: “Yo pienso que si hubiéramos liquidado a Batista en 1953, el imperialismo nos habría aplastado; porque entre 1953 y 1959 se produjo en el mundo un cambio en la correlación de fuerzas muy importante”.

El Primer Secretario de nuestro Partido también añadió al respecto: “… el Estado soviético era todavía relativamente débil en esa época. Y hay que ver que a nosotros nos ayudó decisivamente el Estado soviético, que en 1953 no lo habría podido hacer”.
III
Estas circunstancias nacionales e internacionales, que no eran desconocidas para los organizadores del asalto al Cuartel Moncada –y que en determinada medida condicionaban también su acción y las posibilidades de dar a conocer en toda su extensión el alcance político del proceso iniciado el 26 de julio de 1953–, fueron juzgadas oportunamente por el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, al afirmar que en la lucha revolucionaria que finalmente llevó al triunfo popular del 1ro. de Enero de 1959 “se hicieron y se proclamaron en cada etapa los objetivos que estaban a la orden del día y para los cuales el movimiento revolucionario y el pueblo habían adquirido la suficiente madurez”.

Condiciones en las que quedó el cuartel Moncada luego del asalto llevado a cabo por los revolucionarios cubanos encabezados por Fidel Castro y Abel Santamaría

A los cinco años, cinco meses y cinco días de la acción del Moncada se logró el derrocamiento de la tiranía tras un accidentado camino en el que fueron de capital utilidad las experiencias obtenidas de la primera acción revolucionaria. Aquella acción no significó el triunfo de la Revolución en ese instante, pero señaló la vía y proporcionó el programa de liberación nacional que abriría las puertas del socialismo a nuestra Patria.

En esta importante experiencia, como ha expresado el compañero Fidel Castro, los objetivos de los revolucionarios y su estrategia fueron siempre los mismos aplicados el 26 de julio de 1953.

Desde el punto de vista militar, el plan de asalto a los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo consistía en ocupar las armas de ambas guarniciones y convocar a la huelga general de todo el pueblo. De no llegarse a paralizar el país se iniciaría la guerra de guerrillas en las montañas. O sea, el plan tenía dos variantes. Una, tratar de provocar el levantamiento de la provincia más importante, y a su vez la más lejana de la capital para el derrocamiento de Batista. El ataque a Bayamo en el centro de la provincia y el previsto dominio de los puentes sobre el río Cauto, el mayor del país, eran precisamente para impedir la llegada de refuerzos, o por lo menos obstaculizarla. Si esta variante fracasaba, la idea de entonces era alzarnos en las montañas con las armas tomadas en los cuarteles.

Esto fue exactamente lo que hicimos tres años, después. La estrategia del Moncada nos condujo entonces a la victoria, con la diferencia de que en la segunda ocasión comenzamos por las montañas.

El Moncada, además, forjó de hecho la nueva dirección revolucionaria que oponía la acción al quietismo y el reformismo imperante hasta entonces en la vida política del país, y destacó en especial la figura del compañero Fidel Castro como el dirigente y organizador de la lucha armada y la acción política radical.

Cuando los dirigentes revolucionarios salimos de la prisión en 1955 ya existía una estrategia de la lucha elaborada, como ha señalado el compañero Fidel Castro en sus análisis de la acción del Moncada.

Sabíamos que debíamos demostrar que no existía una solución pacífica del problema nacional con Batista en el poder, y se logró confirmar ante el pueblo la justicia de esta tesis, a la que se unió siempre el convencimiento martiano de no recurrir a la guerra sino como última opción, cuando otras posibilidades hubiesen sido agotadas.

Uno de los rasgos significativos de nuestro proceso revolucionario –más de una vez comentado en el exterior- es el referido a la participación que tuvieron en él las distintas clases sociales.

Las filas de los asaltantes al Cuartel Moncada se nutrieron esencialmente de hombres procedentes de los sectores más humildes y explotados de la sociedad...

Cuando en la Historia me Absolverá se definió en 1953 lo que para nosotros era el pueblo, allí se hablo de los obreros, agrícolas e industriales, los campesinos, los profesionales, los pequeños comerciantes. Y en una parte de ese documento, nuestro programa, se decía: “¡Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje!” A ese pueblo, cuyos caminos de angustia están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: “Te vamos a dar”, sino: “¡Aquí tienes, lucha con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!”.

Unos años después, cuando el movimiento guerrillero se convirtió en el Ejercito Rebelde, nuestras filas estaban integradas por obreros del campo y la ciudad, y su máxima jefatura, muy especialmente el compañero Fidel Castro, continuó aplicando un consecuente análisis marxista-leninista del proceso.

Como es sabido, cuando el Primero de Enero de 1959 la embajada norteamericana y la alta jerarquía militar trataron de escamotear el triunfo revolucionario, el compañero Fidel Castro, desde la provincia de Oriente, llamó a la huelga nacional y la clase obrera cubana propino el golpe definitivo al aparato gubernamental instaurado hasta ese momento.

Resultó ser una verdad incuestionable que, si bien las clases más explotadas desempeñaron el papel fundamental de nuestro proceso insurreccional, su unidad social y política se forjó en la lucha común contra el enemigo fundamental.

Y ese factor unitario entre los revolucionarios, vital en la lucha por alcanzar el poder, sería preservado y defendido por el compañero Fidel Castro y nuestra dirección política como uno de los elementos decisivos en lo que nos apoyaríamos para enfrentar la enorme tarea que teníamos por delante.

Naturalmente, los enemigos siempre trataron de sembrar la división, primero entre las fuerzas que se oponían a la tiranía y más tarde en el campo de los que defendían la Revolución y propiciaban sus avances, principalmente apoyados en los prejuicios anticomunistas inyectados por la permanente propaganda imperialista.

Pero esos esfuerzos se estrellaron una y otra vez frente a la dirección política, que inicio y culminó la guerra contra la tiranía rodeada por el más firme respaldo del pueblo y guiado por un claro e inconmovible espíritu unitario y ajeno a cualquier tipo de sectarismo.

Esta experiencia, sin dudas, constituye una de las más importantes del proceso revolucionario cubano: lograr, mantener y fortalecer la unidad de las fuerzas revolucionarias y de todo el pueblo.
IV
Nuestro pasado glorioso, en el que se incluye la cristalización de la nacionalidad en medio de la primera guerra independentista, abonó conceptual y prácticamente la acción del 26 de julio de 1953.

"José Martí, autor intelectual del Moncada" (Fidel Castro)

Cuando Fidel Castro dijo ante sus jueces que el autor intelectual del Moncada era José Martí expresó una gran verdad, pues siempre nuestra generación recibió una gran influencia de quien fue la figura más descollante y universal de nuestras luchas anticoloniales e independentistas del siglo XIX.

Como muy bien ha resumido el compañero Fidel Castro “José Martí significó el pensamiento de nuestra sociedad, de nuestro pueblo en la lucha por la liberación nacional. Marx, Engels y Lenin significaban el pensamiento revolucionario en la lucha por la revolución social. En nuestra Patria, liberación nacional y revolución social se unieron como las banderas de la lucha de nuestra generación”.

Esa combinación de las dos influencias: la del movimiento progresista cubano, que arrancó a mediados del siglo pasado, y la del pensamiento marxista-leninista, estuvo presente en nosotros.

Treinta años después del ataque al Cuartel Moncada, estos rasgos esenciales de su significado histórico, el marco nacional e internacional en que tuvo lugar, la experiencia que aportó para la lucha de liberación nacional y la participación clasista en aquel hecho, así como la fusión de las tradiciones patrióticas cubanas y la teoría marxista-leninista, nos permiten apreciar en su real dimensión lo que representó la acción del 26 de Julio de 1953 en la trayectoria de la Revolución Cubana.

Tras el Moncada y la prisión vendría el “Granma”, donde se demostró el aprovechamiento de las experiencias ya acumuladas por el núcleo dirigente de la Revolución. El Moncada se prolongó en esta acción y en la lucha de la Sierra Maestra y se materializó en el triunfo de enero de 1959 y en las primeras leyes de amplia base y de respaldo popular, como la reforma agraria y urbana, la conversión de cuarteles en escuelas, la nacionalización de monopolios norteamericanos que expoliaban los recursos de Cuba, y que permitió por primera vez en nuestra historia el dominio del pueblo cubano sobre su destino, tanto político como económico.

El Moncada, cumplido su programa con estas medidas iniciales, se proyectó también en la victoria de Playa Girón, en abril de 1961, y la proclamación del carácter socialista de nuestra Revolución, que desde aquel 26 de julio de 1953 se avizorara como la única evolución consecuente posible de nuestro proceso revolucionario.

Por ello, al evocar aquel hecho con la perspectiva que nos proporciona las tres décadas transcurridas desde que un decisivo grupo de jóvenes intentasen el asalto a la segunda fortaleza de la nación, no podemos menos que compararlo a la heroica gesta que, protagonizada por todo nuestro pueblo, se desarrolla hoy por la construcción de una nueva sociedad, frente al más poderoso de los enemigos, con la convicción plena de la segura victoria final.

A treinta años del acontecimiento del Moncada que muchos vieron como un imposible “asalto al cielo”, y a solo unos pocos meses de cumplirse el primer cuarto de siglo del triunfo de la Revolución, ambas conmemoraciones invitan a los cubanos a las más profundas reflexiones sobre el ayer, el presente y, sobre todo, el futuro de nuestra lucha. Hace algo más de tres décadas que comencé como un soldado en este combate, aprovechando entonces para los primeros entrenamientos la posibilidad que la autonomía universitaria brindada a los locales de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Eran tiempos en que el movimiento revolucionario, muy heterogéneo, carecía de un partido dirigente maduro como el de hoy, donde se fundieran todos los luchadores de diversas tendencias, en que reinaba una gran confusión ideológica, y en lo que se necesitaba una mano que, como condujo Martí, llevara “el remo de proa bajo el temporal”. Ese papel de guía, forjador de la unidad revolucionaria y genial visión política a lo largo de los difíciles combates librados y vencidos por el pueblo de Cuba ha sido y es -ahora al frente del Partido Comunista de Cuba— el del compañero Fidel Castro Ruz.
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Dimensión histórica del Moncada
Tomado de Radio Reloj
Por Redacción Central
18 de julio de 2016

HISTORIA

El triunfo de las ideas es realidad gracias a los que ayer en el Moncada se insertaron en la historia.

La Habana, Cuba.- El 26 de julio de 1953 devino hecho único de una etapa nueva para el movimiento revolucionario cubano. La dimensión histórica del asalto al Moncada no puede medirse por el fracaso que tuvo la acción militar, sino por su repercusión social y política.

El ataque a la segunda fortaleza militar del país despertó la conciencia de amplias capas de la población e inició el periodo de lucha armada que culminó con la derrota de la tiranía batistiana.

En su histórica autodefensa ante el tribunal que lo juzgaba, Fidel Castro no se limitó a denunciar los asesinatos, la corrupción y los desmanes de la tiranía, sino que dio a conocer el programa ideológico que sostenían los asaltantes que atacaron la fortaleza santiaguera.

Un renacer de la historia

El asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, de Santiago de Cuba y Bayamo, con el alto precio de 62 compañeros muertos, constituye la más alta expresión de una hazaña que vivirá eternamente en el corazón de los cubanos.

Y es así, no sólo por lo que la fecha representa como símbolo de la rebeldía nacional de nuestra historia contemporánea, sino porque su desenlace determinó el curso posterior de la Revolución.

Fue la continuidad de una lucha incubada en Baraguá e inspirada en las ideas de Martí. Los jóvenes que en la mañana de la Santa Ana atacaron en acción simultánea los dos cuarteles de la tiranía, iniciaron con su gesto la lucha armada que seis años después posibilitaría el triunfo y, por ende la realidad de sueños y esperanzas allí gestados.

El Moncada en el hoy

El revés sufrido en los asaltos a los cuarteles Moncada y Céspedes, al NO conquistar los objetivos de la acción, no modificó los resultados de aquel hecho que se insertó definitivamente en los anales de la historia.

Como diría posteriormente el doctor Baudilio Castellanos, quien fuera miembro de la primera célula del Movimiento en Santiago de Cuba y fungiera como defensor de los asaltantes, el juicio por el Moncada le permitió a Fidel Castro más que su autodefensa y análisis de la razón de ser de aquel hito y de la revolución que necesariamente habría de seguirle, abrir un período nuevo en la historia patria.

El triunfo de las ideas y de la integración latinoamericana es realidad de hoy, gracias a los que ayer en el Moncada se insertaron en la historia. Ellos fueron los primeros abanderados de la Revolución.

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LA HISTORIA ME ABSOLVERÁ
Tomado de Radio Rebelde

Señores magistrados:

Nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones: nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en este caso la misma persona. Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el sumario y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y legales.

Quien está hablando aborrece con toda su alma la vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su temperamento para poses de tribuno ni sensacionalismo de ninguna índole. Si he tenido que asumir mi propia defensa ante este tribunal se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente se me privó de ella por completo; otro: porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya visto tan desamparada la patria y envilecida la justicia, puede hablar en una ocasión como ésta con palabras que sean sangre del corazón y entrañas de la verdad.

No faltaron compañeros generosos que quisieran defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó para que me representara en esta causa a un competente y valeroso letrado: el doctor Jorge Pagliery, decano del Colegio de esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo, desempeñar su misión: las puertas de la prisión estaban cerradas para él cuantas veces intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que intervino la Audiencia, se le concedieron diez minutos para entrevistarse conmigo en presencia de un sargento del Servicio de Inteligencia Militar. Se supone que un abogado deba conversar privadamente con su defendido, salvo que se trata de un prisionero de guerra cubano en manos de un implacable despotismo que no reconozca reglas legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo estuvimos dispuestos a tolerar esta sucia fiscalización de nuestras armas para el juicio oral. ¿Querían acaso saber de antemano con qué medios iban a ser reducidas a polvo las fabulosas mentiras que habían elaborado en torno a los hechos del cuartel Moncada y sacarse a relucir las terribles verdades que deseaban ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se decidió que, haciendo uso de mi condición de abogado, asumiese yo mismo mi propia defensa.

Esta decisión, oída y trasmitida por el sargento del SIM, provocó inusitados temores; parece que algún duendecillo burlón se complacía diciéndoles que por culpa mía los planes iban a salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra, señores magistrados, cuántas presiones se han ejercido para que se me despojase también de este derecho consagrado en Cuba por una larga tradición. El tribunal no pudo acceder a tales pretensiones porque era ya dejar a un acusado en el colmo de la indefensión. Ese acusado, que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna razón del mundo callará lo que debe decir. Y estimo que hay que explicar, primero que nada, y qué se debió la feroz incomunicación a que fui sometido; cuál es el propósito al reducirme al silencio; por qué se fraguaron planes; qué hechos gravísimos se le quieren ocultar al pueblo; cuál es el secreto de todas las cosas extrañas que han ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo hacer con entera claridad.

Vosotros habéis calificado este juicio públicamente como el más trascendental de la historia republicana, y así lo habéis creído sinceramente, no debisteis permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas a vuestra autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre. Entre un centenar de ametralladoras y bayonetas que invadían escandalosamente la sala de justicia, más de cien personas se sentaron en el banquillo de los acusados. Una gran mayoría era ajena a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía muchos días, después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los calabozos de los cuerpos represivos; pero el resto de los acusados, que era el menor número, estaban gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con orgullo su participación en la batalla por la libertad, dar un ejemplo de abnegación sin precedentes y librar de las garras de la cárcel a aquel grupo de personas que con toda mala fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían combatido una vez volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado nuestro; iba a librarse contra la infamia el combate terrible de la verdad. ¡Y ciertamente que no esperaba el régimen la catástrofe moral que se avecinaba!

¿Cómo mantener todas su falsas acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad había ocurrido, cuando tal número de jóvenes había ocurrido, cuando tal número de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos: cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el tribunal?

En aquella primera sesión se me llamó a declarar y fui sometido a interrogatorio durante dos horas, contestando las preguntas del señor fiscal y los veinte abogados de la defensa. Puede probar con cifras exactas y datos irrebatibles las cantidades de dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y las armas que logramos reunir. No tenía nada que ocultar, porque en realidad todo había sido logrado con sacrificios sin precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de los propósitos que nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y generoso que en todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude cumplir mi cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta, de todos los acusados falsamente comprometidos en la causa, se lo debo a la total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se avergonzarían ni se arrepentirían de su condición de revolucionarios y de patriotas por el hecho de tener que sufrir las consecuencias. No se me permitió nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una misma conciencia y dignidad los alienta a todos.

Desde aquel momento comenzó a desmoronarse como castillo de naipes el edificio de mentiras infames que había levantado el gobierno en torno a los hechos, resultando de ello que el señor fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en prisión intelectuales, solicitando de inmediato para ellas la libertas provisional.

Terminadas mis declaraciones en aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del tribunal para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir totalmente las cobardes calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del mundo la infinita desgracia de este pueblo, que está sufriendo la opresión más cruel e inhumana de toda su historia.

La segunda sesión fue el martes 22 de septiembre. Acababan de prestar declaración apenas diez personas y ya había logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la zona de Manzanillo, estableciendo específicamente y haciéndola constar en acta, la responsabilidad directa del capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban por declarar todavía trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir el gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus magistrados, que permitirlo!

Idearon sustraerme del juicio y procedieron a ellos manu militari. El viernes 25 de septiembre por la noche, víspera de la tercera sesión, se presentaron en mi celda dos médicos sesión, se presentaron en mi celda dos médicos del penal; estaban visiblemente apenados: "Venimos a hacerte un reconocimiento" —me dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto por mi salud?" —les pregunté. Realmente, desde que los vi había comprendido el propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron la verdad: esa misma tarde había estado en la prisión el coronel Chaviano y les dijo que yo "le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al gobierno", que tenían que firmar un certificado donde se hiciera constar que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los médicos que ellos, por su parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y exponerse a las persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo decidiera. Para mí era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin consideraciones, pero tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles: "Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío."

Ellos, después que se retiraron, firmaron el certificado; sé que lo hicieron porque creían de buena fe que era el único modo de salvarme la vida, que veían en sumo peligro. No me comprometí a guardar silencio sobre este diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad, y si decirla en este caso pudieran lesionar el interés material de esos buenos profesionales, dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella misma noche, redacté una carta para este tribunal, denunciando el plan que se tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que certificaran mi perfecto estado de salud y expresándoles que si, para salvar mi vida, tenían que permitir semejante artimaña, prefería perderla mil veces. Para dar a entender que estaba resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito aquel pensamiento del Maestro: "Un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército". Ésa fue la carta que, como sabe el tribunal, presentó la doctora Melba Hernández, en la sesión tercera del juicio oral del 26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de dicha carta, por supuesto, se tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me confinaron al más apartado lugar de la cárcel. A partir de entonces, todos los acusados eran registrados minuciosamente, de pies a cabeza, antes de salir para el juicio.

Vinieron los médicos forenses el día 27 y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de salud. Sin embargo, pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no se me volvió a traer a ninguna sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los días eran distribuidos, por personas desconocidas, cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, no les quedó otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el desacato abierto y descarado...

Caso insólito el que se estaba produciendo, señores magistrados: un régimen que tenía miedo de presentar a un acusado ante los tribunales; un régimen de terror y de sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un hombre indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de haberme privado de todo, me privaban por último del juicio donde era el principal acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en plena vigencia la suspensión de garantías y funcionando con todo rigor la Ley de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos habrá cometido este régimen que tanto temía la voz de un acusado!

Debo hacer hincapié en actitud insolente e irrespetuosa que con respecto a vosotros han mantenido en todo momento los jefes militares. Cuantas veces este tribunal ordenó que cesara la inhumana incomunicación que pesaban sobre mí, cuantas veces ordenó que se respetasen mis derechos más elementales, cuantas veces demandó que se me presentara a juicio, jamás fue obedecido; una por una, se desacataron todas sus órdenes. Peor todavía: en la misma presencia del tribunal, en la primera y segunda sesión, se me puso al lado una guardia perentoria para que me impidiera en absoluto hablar con nadie, ni aun en los momentos de receso, dando a entender que, no ya en la prisión, sino hasta en la misma Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el menor caso de vuestras disposiciones. Pensaba plantear este problema en la sesión siguiente como cuestión de elemental honor para el tribunal, pero... ya no volví más. Y si a cambio de tanta irrespetuosidad nos traen aquí para que vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de una legalidad que únicamente ellos y exclusivamente ellos están violando desde el 10 de marzo, harto triste es el papel que os quieren imponer. No se ha cumplido ciertamente en este caso ni una sola vez la máxima latina: cedant arma togae. Ruego tengáis muy en cuenta esta circunstancia.

Más, todas las medidas resultaron completamente inútiles, porque mis bravos compañeros, con civismo sin precedentes, cumplieron cabalmente su deber.

"Sí, vinimos a combatir por la libertad de Cuba y no nos arrepentimos de haberlo hecho", decían uno por uno cuando eran llamados a declarar, e inmediatamente, con impresionante hombría, dirigiéndose al tribunal, denunciaban los crímenes horribles que se habían cometido en los cuerpos de nuestros hermanos. Aunque ausente, pude seguir el proceso desde mi celda en todos sus detalles, gracias a la población penal de la prisión de Boniato que, pese a todas las amenazas de severos castigos, se valieron de ingeniosos medios para poner en mis manos recortes de periódicos e informaciones de toda clase. Vengaron así los abusos e inmoralidades del director Taboada y del teniente supervisor Rosabal, que los hacen trabajar de sol a sol, construyendo palacetes privados, y encima los matan de hambre malversando los fondos de subsistencia.

A medida que se desarrolló el juicio, los papeles se invirtieron: los que iban a acusar salieron acusados, y los acusados se convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a los revolucionarios, se juzgó para siempre a un señor que se llama Batista... ¡Monstrum horrendum!... No importa que los valientes y dignos jóvenes hayan sido condenados, si mañana el pueblo condenará al dictador y a sus crueles esbirros. A Isla de Pinos se les envió, en cuyas circulares mora todavía el espectro de Castells y no se ha apagado aún el grito de tantos y tantos asesinados; allí han ido a purgar, en amargo cautiverio, su amor a la libertad, secuestrados de la sociedad, arrancados de sus hogares y desterrados de la patria. ¿No creéis, como dije, que en tales circunstancias es ingrato y difícil a este abogado cumplir su misión?

Como resultado de tantas maquinaciones turbias e ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de los que juzgan, heme aquí en este cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha traído para ser juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio de Justicia, donde los señores magistrados se encontrarán, sin duda, mucho más cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayonetas calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma... y está presa.

Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento establecen que el juicio será "oral y público"; sin embargo, se ha impedido por completo al pueblo la entrada en esta sesión. Sólo han dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra. Veo que tengo por único público, en la sala y en los pasillos, cerca de cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención que me están prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército! Yo sé que algún día arderá en deseos de lavar la mancha terrible de vergüenza y de sangre que han lanzado sobre el uniforme militar las ambiciones de un grupito desalmado. Entonces ¡ay de los que cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles guerreras... si es que el pueblo no los ha desmontado mucho antes!

Por último, debo decir que no se dejó pasar a mi celda en la prisión ningún tratado de derecho penal. Sólo puedo disponer de este minúsculo código que me acaba de prestar un letrado, el valiente defensor de mis compañeros: doctor Baudilio Castellanos. De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos.

Sólo una cosa voy a pedirle al tribunal; espero que me la conceda en compensación de tanto exceso y desafuero como ha tenido que sufrir este acusado sin amparo alguno de las leyes: que se respete mi derecho a expresarme con entera libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las meras apariencias de justicia y el último eslabón sería, más que ningún otro, de ignominia y cobardía.

Confieso que algo me ha decepcionado. Pensé que el señor fiscal vendría con una acusación terrible, dispuesto a justificar hasta la saciedad la pretensión y los motivos por los cuales en nombre del derecho y de la justicia —y ¿de qué derecho y de qué justicia? —se me debe condenar a veintiséis años de prisión. Pero no. Se ha limitado exclusivamente a leer el artículo 148 del Código de Defensa Social, por el cual, más circunstancias agravantes, solicita para mí la respetable cantidad de veintiséis años de prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo para pedir y justificar que un hombre se pase a la sombra más de un cuarto de siglo. ¿Está por ventura el señor fiscal disgustado con el tribunal? Porque, según observo, su laconismo en este caso se da de narices con aquella solemnidad con que los señores magistrados declararon, un tanto orgullosos, que éste era un proceso de suma importancia, y yo he visto a los señores fiscales hablar diez veces más en un simple caso de drogas heroicas para solicitar que un ciudadano sea condenado a seis meses de prisión. El señor fiscal no ha pronunciado una sola palabra para respaldar su petición. Soy justo..., comprendo que es difícil, para un fiscal que juró ser fiel a la Constitución de la República, venir aquí en nombre de un gobierno inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna legalidad y menos moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él, quizás... tan decente como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel. Pero el señor fiscal es un hombre de talento y yo he visto personas con menos talento que él escribir largos mamotretos en defensa de esta situación. ¿Cómo, pues, creer que carezca de razones para defenderlo, aunque sea durante quince minutos, por mucha repugnancia que esto le inspire a cualquier persona decente? Es indudable que en el fondo de esto hay una gran conjura.

Señores magistrados: ¿Por qué tanto interés en que me calle? ¿Por qué, inclusive, se suspende todo género de razonamientos para no presentar ningún blanco contra el cual pueda yo dirigir el ataque de mis argumentos? ¿Es que se carece por completo de base jurídica, moral y política para hacer un planteamiento serio de la cuestión? ¿Es que se teme tanto a la verdad? ¿Es que se quiere que yo hable también dos minutos y no toque aquí los puntos que tienen a ciertas gentes sin dormir desde el 26 de julio? Al circunscribirse la petición fiscal a la simple lectura de cinco líneas de un artículo del Código de Defensa Social, pudiera pensarse que yo me circunscriba a lo mismo y dé vueltas y más vueltas alrededor de ellas, como un esclavo en torno a una piedra de molino. Pero no aceptaré de ningún modo esa mordaza, porque en este juicio se está debatiendo algo más que la simple libertad de un individuo: se discute sobre cuestiones fundamentales de principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y democrática. Cuando concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber dejado principio por defender, verdad es decir, ni crimen sin denunciar.

El famoso articulejo del señor fiscal no merece ni un minuto de réplica. Me limitaré, por el momento, a librar contra él una breve escaramuza jurídica, porque quiero tener limpio de minucias el campo para cuando llegue la hora de tocar el degüello contra toda la mentira, falsedad, hipocresía, convencionalismos y cobardía moral sin límites en que se basa esa burda comedia que, desde el 10 de marzo y aun antes del 10 de marzo, se llama en Cuba Justicia.

Es un principio elemental de derecho penal que el hecho imputado tiene que ajustarse exactamente al tipo de delito prescrito por la ley. Si no hay ley exactamente aplicable al punto controvertido, no hay delito.

El artículo en cuestión dice textualmente: "Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevase a efecto la insurrección."

¿En qué país está viviendo el señor fiscal? ¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido alzamiento contra los Poderes Constitucionales del Estado? Dos cosas resaltan a la vista. En primer lugar, la dictadura que oprime a la nación no es un poder constitucional, sino inconstitucional; se engendró contra la Constitución, por encima de la Constitución, violando la Constitución legítima de la República. Constitución legítima es aquella que emana directamente del pueblo soberano. Este punto lo demostraré plenamente más adelante, frente a todas las gazmoñerías que han inventado los cobardes y traidores para justificar lo injustificable. En segundo lugar, el artículo habla de Poderes, es decir, plural, no singular, porque está considerado el caso de una república regida por un Poder Legislativo, un Poder Ejecutivo y un Poder Judicial que se equilibran y contrapesan unos a otros. Nosotros hemos promovido rebelión contra un poder único, ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno solo los Poderes Legislativos y Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el sistema que precisamente trataba de proteger el artículo del Código que estamos analizando. En cuanto a la independencia del Poder Judicial después del 10 de marzo, ni hablo siquiera, porque no estoy para bromas... Por mucho que se estire, se encoja o se remiende, ni una sola coma del artículo 148 es aplicable a los hechos del 26 de Julio. Dejémoslo tranquilo, esperando la oportunidad en que pueda aplicarse a los que sí promovieron alzamiento contra los Poderes Constitucionales del Estado. Más tarde volveré sobre el Código para refrescarle la memoria al señor fiscal sobre ciertas circunstancias que lamentablemente se le han olvidado.

Os advierto que acabo de empezar. Si en vuestras almas queda un latido de amor a la patria, de amor a la humanidad, de amor a la justicia, escucharme con atención. Sé que me obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso: cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero darle en mi corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes.

Escuché al dictador el lunes 27 de julio, desde un bohío de las montañas, cuando todavía quedábamos dieciocho hombres sobre las armas. No sabrán de amarguras e indignaciones en la vida los que no hayan pasado por momentos semejantes. Al par que rodaban por tierra las esperanzas tanto tiempo acariciadas de liberar a nuestro pueblo, veíamos al déspota erguirse sobre él, más ruin y soberbio que nuca. El chorro de mentiras y calumnias que vertió en su lenguaje torpe, odioso y repugnante, sólo puede compararse con el chorro enorme de sangre joven y limpia que desde la noche antes estaba derramando, con su conocimiento, consentimiento, complicidad y aplauso, la más desalmada turba de asesinos que pueda concebirse jamás. Haber creído durante un solo minuto lo que dijo es suficiente falta para que un hombre de conciencia viva arrepentido y avergonzado toda la vida. No tenía ni siquiera, en aquellos momentos, la esperanza de marcarle sobre la frente miserable la verdad que lo estigmatice por el resto de sus días y el resto de los tiempos, porque sobre nosotros se cerraba ya el cerco de más de mil hombres, con armas de mayor alcance y potencia, cuya consigna terminante era regresar con nuestros cadáveres. Hoy, que ya la verdad empieza a conocerse y que termino con estas palabras que estoy pronunciando la misión que me impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir tranquilo y feliz, por lo cual no escatimaré fustazos de ninguna clase sobre los enfurecidos asesinos.

Es necesario que me detengan a considerar un poco los hechos. Se dijo por el mismo gobierno que el ataque fue realizado con tanta precisión y perfección que evidenciaba la presencia de expertos militares en la elaboración del plan. ¡Nada más absurdo! El plan fue trazado por un grupo de jóvenes ninguno de los cuales tenía experiencia militar; y voy a revelar sus nombres, menos dos de ellos que no están ni muertos mi presos: Abel Santamaría, José Luis Tasende, Renato Guitart Rosell, Pedro Miret, Jesús Montané y el que les habla. La mitad han muerto, y en justo tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos militares, pero tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de condiciones, una soberana paliza a todos los generales del 10 de marzo juntos, que no son ni militares ni patriotas. Más difícil fue organizar, entrenar y movilizar hombres y armas bajo un régimen represivo que gasta millones de pesos en espionaje, soborno y delación, tareas que aquellos jóvenes y otros muchos realizaron con seriedad, discreción y constancia verdaderamente increíbles; y más meritorio todavía será siempre darle a un ideal todo lo que se tiene y, además, la vida.

La movilización final de hombres que vinieron a esta provincia desde los más remotos pueblos de toda la Isla, se llevó a cabo con admirable precisión y absoluto secreto. Es cierto igualmente que el ataque se realizó con magnífica coordinación. Comenzó simultáneamente a las 5:15 a.m., tanto en Bayamo como en Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de minutos y segundos prevista de antemano, fueron cayendo los edificios que rodean el campamento. Sin embargo, en aras de la estricta verdad, aun cuando disminuya nuestro mérito, voy a revelar por primera vez también otro hecho que fue fatal: la mitad del grueso de nuestras fuerzas y la mejor armada, por un error lamentable se extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó en el momento decisivo. Abel Santamaría, con veintiún hombres, había ocupado el Hospital Civil; iban también con él para atender a los heridos un médico y dos compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el Palacio de Justicia; y a mí me correspondió atacar el campamento con el resto, noventa y cinco hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta y cinco, precedido por una vanguardia de ocho que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente donde se inició el combate, al encontrarse mi automóvil con una patrulla de recorrido exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva, que tenía casi todas las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que no conocían. Debo aclarar que no albergo la menor duda sobre el valor de esos hombres, que al verse extraviados sufrieron gran angustia y desesperación. Debido al tipo de acción que se estaba desarrollando y al idéntico color de los uniformes en ambas partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto. Muchos de ellos, detenidos más tarde, recibieron la muerte con verdadero heroísmo.

Todo el mundo tenía instrucciones muy precisas de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca un grupo de hombres armados fue más generoso con el adversario. Se hicieron desde los primeros momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte en firme; y hubo un instante, al principio, en que tres hombres nuestros, de los que habían tomado la posta: Ramiro Valdés, José Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar en una barraca y detuvieron durante un tipo a cerca de cincuenta soldados. Estos prisioneros declararon ante el tribunal, y todos sin excepción han reconocido que se les trató con absoluto respeto, sin tener que sufrir ni siquiera una palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí tengo que agradecerle algo, de corazón, al señor fiscal: que en el juicio donde se juzgó a mis compañeros, al hacer su informe, tuvo la justicia de reconocer como un hecho indudable el altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha.

La disciplina por parte del Ejército fue bastante mala. Vencieron en último término por el número, que les daba una superioridad de quince a uno, y por la protección que les brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros hombres tiraban mucho mejor y ellos mismos lo reconocieron. El valor humano fue igualmente alto de parte y parte.

Considerando las causas del fracaso táctico, aparte del lamentable error mencionado, estimo que fue una falta nuestra dividir la unidad de comandos que habíamos entrenado cuidadosamente. De nuestros mejores hombres y más audaces jefes, había veintisiete en Bayamo, veintiuno en el Hospital Civil y diez en el Palacio de Justicia; de haber hecho otra distribución, el resultado pudo haber sido distinto. El choque con la patrulla (totalmente casual, pues veinte segundos antes o veinte segundos después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que se movilizara el campamento, que de otro modo habría caído en nuestras manos sin disparar un tiro, pues ya la posta estaba en nuestro poder. Por otra parte, salvo los fusiles calibre 22 que estaban bien provistos, el parque de nuestro lado era escasísimo. De haber tenido nosotros granadas de mano, no hubieran podido resistir quince minutos.

Cuando me convencí de que todos los esfuerzos eran ya inútiles para tomar la fortaleza, comencé a retirar nuestros hombres en grupos de ocho y de diez. La retirada fue protegida por seis francotiradores que, al mando de Pedro Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al Ejército. Nuestras pérdidas en la lucha habían sido insignificantes; el noventa y cinco por ciento de nuestros muertos fueron producto de la crueldad y la inhumanidad cuando aquélla hubo cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más que una baja; el resto fue copado al situarse las tropas frente a la única salida del edificio, y sólo depusieron las armas cuando no les quedaba una bala. Con ellos estaba Abel Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al historia de Cuba. Ya veremos la suerte que corrieron y cómo quiso escarmentar Batista la rebeldía y heroísmo de nuestra juventud.

Nuestros planes eran proseguir la lucha en las montañas caso de fracasar el ataque al regimiento. Pude reunir otra vez, en Siboney, la tercera parte de nuestras fuerzas; pero ya muchos estaban desalentados. Unos veinte decidieron presentarse; ya veremos también lo que ocurrió con ellos. El resto, dieciocho hombres, con las armas y el parque que quedaban, me siguieron a las montañas. El terreno era totalmente desconocido para nosotros. Durante una semana ocupamos la parte alta de la cordillera de la Gran Piedra y el Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se decidieron a subir. No fueron, pues, las armas; fueron el hambre y la sed quienes vencieron la última resistencia. Tuve que ir disminuyendo los hombres en pequeños grupos; algunos consiguieron filtrarse entre las líneas del Ejército, otros fueron presentados por monseñor Pérez Serantes. Cuando sólo quedaban conmigo dos compañeros: José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente extenuados los tres, al amanecer del sábado 1º de agosto, una fuerza del mando del teniente Sarría nos sorprendió durmiendo. Ya la matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción que provocó en la ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió que algunos matones nos asesinasen en el campo con las manos atadas.

No necesito desmentir aquí las estúpidas sandeces que, para mancillar mi nombre, inventaron los Ugalde Carrillo y su comparsa, creyendo encubrir su cobardía, su incapacidad y sus crímenes. Los hechos están sobradamente claros.

Mi propósito no es entretener al tribunal con narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es necesario para la comprensión más exacta de lo que diré después.

Quiero hacer constar dos cosas importantes para que se juzgue serenamente nuestra actitud. Primero: pudimos haber facilitado la toma del regimiento deteniendo simplemente a todos los altos oficiales en sus residencias, posibilidad que fue rechazada, por la consideración muy humana de evitar escenas de tragedia y de lucha en las casas de las familias. Segundo: se acordó no tomar ninguna estación de radio hasta tanto no se tuviese asegurado el campamento. Esta actitud nuestra, pocas veces vista por su gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía un río de sangre. Yo pude haber ocupado, con sólo diez hombres, una estación de radio y haber lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo no era posible dudar: tenía el último discurso de Eduardo Chibás en la CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas patrióticos e himnos de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con mayor razón cuando se está escuchando el fragor del combate, y no quise hacer uso de ellos, a pesar de lo desesperado de nuestra situación.

Se ha repetido con mucho énfasis por el gobierno que el pueblo no secundó el movimiento. Nunca había oído una afirmación tan ingenua y, al propio tiempo, tan llena de mala fe. Pretenden evidenciar con ello la sumisión y cobardía del pueblo; poco falta para que digan que respalda a la dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello a los bravos orientales. Santiago de Cuba creyó que era una lucha entre soldados, y no tuvo conocimiento de lo que ocurría hasta muchas horas después. ¿Quién duda del valor, el civismo y el coraje sin límites del rebelde y patriótico pueblo de Santiago de Cuba? Si el Moncada hubiera caído en nuestras manos, ¡hasta las mujeres de Santiago de Cuba habrían empuñado las armas! ¡Muchos fusiles se los cargaron a los combatientes las enfermeras del Hospital Civil! Ellas también pelearon. Eso no lo olvidaremos jamás.

No fue nunca nuestra intención luchar con los soldados del regimiento, sino apoderarnos por sorpresa del control y de las armas, llamar al pueblo, reunir después a los militares e invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la de la libertad, defender los grandes intereses de la nación y no los mezquinos intereses de un grupito; virar las armas y disparar contra los enemigos del pueblo, y no contra el pueblo, donde están sus hijos y sus padres; luchar junto a él, como hermanos que son, y no frente a él, como enemigos que quieren que sean; ir unidos en pos del único ideal hermoso y digno de ofrendarle la vida, que es la grandeza y felicidad de la patria. A los que dudan que muchos soldados se hubieran sumado a nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la gloria? ¿Qué alma no se enciende en un amanecer de libertad?

El cuerpo de la Marina no combatió contra nosotros, y se hubiera sumado sin duda después. Se sabe que ese sector de las Fuerzas Armadas es el menos adicto a la tiranía y que existe entre sus miembros un índice muy elevado de conciencia cívica. Pero en cuanto al resto del Ejército nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo sublevado? Yo afirmo que no. El soldado es un hombre de carne y hueso, que piensa, que observa y que siente. Es susceptible a la influencia de las opiniones, creencias, simpatías y antipatías del pueblo. Si se le pregunta su opinión dirá que no puede decirla; pero eso no significa que carezca de opinión. Le afectan exactamente los mismos problemas que a los demás ciudadanos conciernen: subsistencia, alquiler, la educación de los hijos, el porvenir de éstos, etcétera. Cada familiar es un punto de contacto inevitable entre él y el pueblo y la situación presente y futura de la sociedad en que vive. Es necio pensar que porque un soldado reciba un sueldo del Estado, bastante módico, haya resuelto las preocupaciones vitales que le imponen sus necesidades, deberes y sentimientos como miembro de una familia y de una colectividad social.

Ha sido necesaria esta breve explicación porque es el fundamento de un hecho en que muy pocos han pensado hasta el presente: el soldado siente un profundo respeto por el sentimiento de la mayoría del pueblo. Durante el régimen de Machado, en la misma medida en que crecía la antipatía popular, decrecía visiblemente la fidelidad del Ejército, a extremos que un grupo de mujeres estuvo a punto de sublevar el campamento de Columbia. Pero más claramente prueba de esto un hecho reciente: mientras el régimen de Grau San Martín mantenía en el pueblo su máxima popularidad, proliferaron en el Ejército, alentadas por ex militares sin escrúpulos y civiles ambiciosos, infinidad de conspiraciones, y ninguna de ellas encontró eco en la masa de los militares.

El 10 de marzo tiene lugar en el momento en que había descendido hasta el mínimo el prestigio del gobierno civil, circunstancia que aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por qué no lo hicieron después del 1º de junio? Sencillamente porque si esperan que la mayoría de la nación expresase sus sentimientos en las urnas, ninguna conspiración hubiera encontrado eco en la tropa.

Puede hacerse, por tanto, una segunda afirmación: el Ejército jamás se ha sublevado contra un régimen de mayoría popular. Estas verdades son históricas, y si Batista se empeña en permanecer a toda costa en el poder contra la voluntad absolutamente mayoritaria de Cuba, su fin será más trágico que el de Gerardo Machado.

Puedo expresar mi concepto en lo que a las Fuerzas Armadas se refiere, porque hablé de ellas y las defendía cuando todos callaban, y no lo hice para conspirar ni por interés de ningún género, porque estábamos en plena normalidad constitucional, sino por meros sentimientos de humanidad y deber cívico. Era en aquel tiempo el periódico Alerta uno de los más leídos por la posición que mantenía entonces en la política nacional, y desde sus páginas realicé una memorable campaña contra el sistema de trabajos forzados a que estaban sometidos los soldados en las fincas privadas de los altos personajes civiles y militares, aportando datos, fotografías, películas y pruebas de todas clases con las que me presenté también ante los tribunales denunciando el hecho el día 3 de marzo de 1952. Muchas veces dije en esos escritos que era de elemental justicia aumentarles el sueldo a los hombres que prestaban sus servicios en las Fuerzas Armadas. Quiero saber de uno más que haya levantado su voz en aquella ocasión para protestar contra tal injusticia. No fue por cierto Batista y compañía, que vivía muy bien protegido en su finca de recreo con toda clase de garantías, mientras yo corría mil riesgos sin guardaespaldas ni armas.

Conforme lo defendí entonces, ahora, cuando todos callan otra vez, le digo que se dejó engañar miserablemente, y a la mancha, el engaño y la vergüenza del 10 de marzo, ha añadido la mancha y la vergüenza, mil veces más grande, de los crímenes espantosos e injustificables de Santiago de Cuba. Desde ese momento el uniforme del Ejército está horriblemente salpicado de sangre, y si en aquella ocasión dije ante el pueblo y denuncié ante los tribunales que había militares trabajando como esclavos en las fincas privadas, hoy amargamente digo que hay militares manchados hasta el pelo con la sangre de muchos jóvenes cubanos torturados y asesinados. Y digo también que si es para servir a la República, defender a la nación, respetar al pueblo y proteger al ciudadano, es justo que un soldado gane por lo menos cien pesos; pesos es para matar y asesinar, para oprimir al pueblo, traicionar la nación y defender los intereses de un grupito, no merece que la República se gaste ni un centavo en ejército, y el campamento de Columbia debe convertirse en una escuela e instalar allí, en vez de soldados, diez mil niños huérfanos.

Como quiero ser justo antes de todo, no puedo considerar a todos los militares solidarios de esos crímenes, esas manchas y esas vergüenzas que son obras de unos cuantos traidores y malvados, pero todo militar de honor y dignidad que ame su carrera y quiera su constitución, está en el deber de exigir y luchar para que esas manchas sean lavadas, esos engaños sean vengados y esas culpas sean castigadas si no quieren que ser militar sea para siempre una infamia en vez de un orgullo.

Claro que el 10 de marzo no tuvo más remedio que sacar a los soldados de las fincas privadas, pero fue para ponerlos a trabajar de reporteros, choferes, criados y guardaespaldas de toda la fauna de politiqueros que integran el partido de la dictadura. Cualquier jerarca de cuarta o quinta categoría se cree con derecho a que un militar le maneje el automóvil y le cuida las espaldas, cual si estuviesen temiendo constantemente un merecido puntapié.

Si existía en realidad un propósito reivindicador, ¿por qué no se les confiscaron todas las fincas y los millones a los que como Genovevo Pérez Dámera hicieron su fortuna esquilmando a los soldados, haciéndolos trabajar como esclavos y desfalcando los fondos de las Fuerzas Armadas? Pero no: Genovevo y los demás tendrán soldados cuidándolos en sus fincas porque en el fondo todos los generales del 10 de marzo están aspirando a hacer lo mismo y no pueden sentar semejante precedente.

El 10 de marzo fue un engaño miserable, sí... Batista, después de fracasar por la vía electoral él y su cohorte de politiqueros malos y desprestigiados, aprovechándose de su descontento, tomaron de instrumento al Ejército para trepar al poder sobre las espaldas de los soldados. Y yo sé que hay muchos hombres disgustados por el desengaño: se les aumentó el sueldo y después con descuentos y rebajas de toda clase se les volvió a reducir; infinidad de viejos elementos desligados de los institutos armados volvieron a filas cerrándoles el paso a hombres jóvenes, capacitados y valiosos; militares de mérito han sido postergados mientras prevalece el más escandaloso favoritismo con los parientes y allegados de los altos jefes. Muchos militares decentes se están preguntando a estas horas qué necesidad tenían las Fuerzas Armadas de cargar con la tremenda responsabilidad histórica de haber destrozado nuestra Constitución para llevar al poder a un grupo de hombres sin moral, desprestigiados, corrompidos, aniquilados para siempre políticamente y que no podían volver a ocupar un cargo público si no era a punta de bayoneta, bayoneta que no empuñan ellos...

Por otro lado, los militares están padeciendo una tiranía peor que los civiles. Se les vigila constantemente y ninguno de ellos tiene la menor seguridad en sus puestos: cualquier sospecha injustificada, cualquier chisme, cualquier intriga, cualquier confidencia es suficiente para que los trasladen, los expulsen o los encarcelen deshonrosamente. ¿No les prohibió Tabernilla en una circular conversar con cualquier ciudadano de la oposición, es decir, el noventa y nueve por ciento del pueblo?... ¡Qué desconfianza!... ¡Ni a las vírgenes vestales de Roma se les impuso semejante regla! Las tan cacareadas casitas para los soldados no pasan de trescientas en toda la Isla y, sin embargo, con lo gastado en tanques, cañones y armas había para fabricarle una casa a cada alistado; luego, lo que le importa a Batista no es proteger al Ejército, sino que el Ejército lo proteja a él; se aumenta su poder de opresión y de muerte, pero esto no es mejorar el bienestar de los hombres. Guardias triples, acuartelamiento constante, zozobra perenne, enemistad de la ciudadanía, incertidumbre del porvenir, eso es lo que se le ha dado al soldado, o lo que es lo mismo: "Muere por el régimen, soldado, dale tu sudor y tu sangre, te dedicaremos un discurso y un ascenso póstumo (cuando ya no te importe), y después... seguiremos viviendo bien y haciéndonos ricos; mata, atropella, oprime al pueblo, que cuando el pueblo se canse y esto se acabe, tú pagarás nuestros crímenes y nosotros nos iremos a vivir como príncipes en el extranjero; y si volvemos algún día, no toques, no toques tú ni tus hijos en la puerta de nuestros palacetes, porque seremos millonarios y los millonarios no conocen a los pobres. Mata, soldado, oprime al pueblo, contra ese pueblo que iba a librarlos a ellos inclusive de la tiranía, la victoria hubiera sido del pueblo. El señor fiscal estaba muy interesado en conocer nuestras posibilidades de éxito. Esas posibilidades se basaban en razones de orden técnico y militar y de orden social. Se ha querido establecer el mito de las armas modernas como supuesto de toda imposibilidad de lucha abierta y frontal del pueblo contra la tiranía. Los desfiles militares y las exhibiciones aparatosas de equipos bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y crear en la ciudadanía un complejo de absoluta impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos pasados y presentes son incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los mineros, con cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos del ejército regular. Pero los cubanos, por suerte, no tenemos que buscar ejemplos en otro país, porque ninguno tan elocuente y hermoso como el de nuestra propia patria. Durante la guerra del 95 había en Cuba cerca de medio millón de soldados españoles sobre las armas, cantidad infinitamente superior a la que podía oponer la dictadura frente a una población cinco veces mayor. Las armas del ejército español eran sin comparación más modernas y poderosas que las de los mambises; estaba equipado muchas veces con artillería de campaña, y su infantería usaba el fusil de retrocarga similar al que usa todavía la infantería moderna. Los cubanos no disponían por lo general de otra arma que los machetes, porque sus cartucheras estaban casi siempre vacías. Hay un pasaje inolvidable de nuestra guerra de independencia narrado por el general Miró Argenter, jefe del Estado Mayor de Antonio Maceo, que pude traer copiado en esta notica para no abusar de la memoria.

"La gente bisoña que mandaba Pedro Delgado, en su mayor parte provista solamente de machete, fue diezmada al echarse encima de los sólidos españoles, de tal manera, que no es exagerado afirmar que de cincuenta hombres, cayeron la mitad. Atacaron a los españoles con los puños ¡sin pistola, sin machete y si cuchillo! Escudriñando las malezas de Río Hondo, se encontraron quince muertos más del partido cubano, sin que de momento pudiera señalarse a qué cuerpo pertenecían. No presentaban ningún vestigio de haber empuñado el arma: el vestuario estaba completo, y pendiente de la cintura no tenían más que el vaso de lata; a dos pasos de allí, el caballo exánime, con el equipo intacto. Se reconstruyó el pasaje culminante de la tragedia: esos hombres, siguiendo a su esforzado jefe, el teniente coronel Pedro Delgado, habían obtenido la palma del heroísmo; se arrojaron sobre las bayonetas con las manos solas: el ruido del metal, que sonaba en torno a ellos, era el golpe del vaso de beber al dar contra el muñón de la montura. Maceo se sintió conmovido, él, tan acostumbrado a ver la muerte en todas las posiciones y aspectos, y murmuró este panegírico: "Yo nunca había visto eso; gente novicia que ataca inerme a los españoles ¡con el vaso de beber agua por todo utensilio! ¡Y yo le daba el nombre de impedimenta!"..."

¡Así luchan los pueblos cuando quieren conquistar su libertad: les tiran piedras a los aviones y viran los tanques boca arriba!

Una vez en poder nuestro la ciudad de Santiago de Cuba, hubiéramos puesto a los orientales inmediatamente en pie de guerra. A Bayamo se atacó precisamente para situar nuestras avanzadas junto al río Cauto. No se olvide nunca que esta provincia que hoy tiene millón y medio de habitantes, es sin duda la más guerrera y patriótica de Cuba; fue ella la que mantuvo encendida la lucha por la independencia durante treinta años y le dio el mayor tributo de sangre, sacrificio y heroísmo. En Oriente se respira todavía el aire de la epopeya gloriosa y, al amanecer, cuando los gallos cantan como clarines que tocan diana llamando a los soldados y el sol se eleva radiante sobre las empinadas montañas, cada día parece que va a ser otra vez el de Yara o el de Baire.

Dije que las segundas razones en que se basaba nuestra posibilidad de éxito eran de orden social. ¿Por qué teníamos la seguridad de contar con el pueblo? Cuando hablamos de pueblo no entendemos por tal a los sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene bien cualquier régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo, postrándose ante el amo de turno hasta romperse la frente contra el suelo. Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre. La primera condición de la sinceridad y de la buena fe en un propósito, es hacer precisamente lo que nadie hace, es decir, hablar con entera claridad y sin miedo. Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni enemigos.

Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya, contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarla, ni embellecerla, planta un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: "Te vamos a dar", si no: "¡Aquí tienes, lucha ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!"

En el sumario de esta causa han de constar las cinco leyes revolucionarias que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada y divulgadas por radio a la nación. Es posible que el coronel Chaviano haya destruido con toda intención esos documentos, pero si él los destruyó, yo los conservo en la memoria.

La primera ley revolucionaria devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado, en tanto el pueblo decidiese modificarla o cambiarla, y a los efectos de su implantación y castigo ejemplar a todos los que la habían traicionado, no existiendo órganos de elección popular para llevarlo a cabo, el movimiento revolucionario, como encarnación momentánea de esa soberanía, única fuente de poder legislativo, asumía todas las facultades que le son inherentes a ella, excepto de legislar, facultad de ejecutar y facultad de juzgar.

Esta actitud no podía ser más diáfana y despojada de chocherías y charlatanismos estériles: u gobierno aclamado por la masa de combatientes, recibiría todas las atribuciones necesarias para proceder a la implantación efectiva de la voluntad popular y de la verdadera justicia. A partir de ese instante, el Poder Judicial, que se ha colocado desde el 10 de marzo frente a al Constitución y fuera de la Constitución, recesaría como tal Poder y se procedería a su inmediata y total depuración, antes de asumir nuevamente las facultades que le concede la Ley Suprema de la República. Sin estas medidas previas, la vuelta a la legalidad, poniendo su custodia en manos que claudicaron deshonrosamente, sería una estafa, un engaño y una traición más.

La segunda ley revolucionaria concedía la propiedad inembargable e instransferible de la tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, indemnizando el Estado a sus anteriores propietarios a base de la renta que devengarían por dichas parcelas en un promedio de diez años.

La tercera ley revolucionaria otorgaba a los obreros y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros. Se exceptuaban las empresas meramente agrícolas en consideración a otras leyes de orden agrario que debían implantarse.

La cuarta ley revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña y cuota mínima de cuarenta mil arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años de establecidos.

La quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación de todos los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus causahabientes y herederos en cuanto a bienes percibidos por testamento o abintestato de procedencia mal habida, mediante tribunales especiales con facultades plenas de acceso a todas las fuentes de investigación, de intervenir a tales efectos las compañías anónimas inscriptas en el país o que operen en él donde puedan ocultarse bienes malversados y de solicitar de los gobiernos extranjeros extradición de personas y embargo de bienes. La mitad de los bienes recobrados pasarían a engrosar las cajas de los retiros obreros y la otra mitad a los hospitales, asilos y casas de beneficencia.

Se declaraba, además, que la política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráticos del continente y que los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí, no como hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo generoso, hermandad y pan. Cuba debía ser baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo.

Estas leyes serían proclamadas en el acto y a ellas seguirían, una vez terminada la contienda y previo estudio minucioso de su contenido y alcance, otra serie de leyes y medidas también fundamentales como la reforma agraria, la reforma integral de la enseñanza y la nacionalización del trust eléctrico y el trust telefónico, devolución al pueblo del exceso ilegal que han estado cobrando en sus tarifas y pago al fisco de todas las cantidades que han burlado a la hacienda pública.

Todas estas pragmáticas y otras estarían inspiradas en el cumplimiento estricto de dos artículos esenciales de nuestra Constitución, uno de los cuales manda que se proscriba el latifundio y, a los efectos de su desaparición, la ley señale el máximo de extensión de tierra que cada persona o entidad pueda poseer para cada tipo de explotación agrícola, adoptando medidas que tiendan a revertir la tierra al cubano; y el otro ordena categóricamente al Estado emplear todos los medios que estén a su alcance para proporcionar ocupación a todo el que carezca de ella y asegurar a cada trabajador manual o intelectual una existencia decorosa. Ninguna de ellas podrá ser tachada por tanto de inconstitucional. El primer gobierno de elección popular que surgiere inmediatamente después, tendría que respetarlas, no sólo porque tuviese un compromiso moral con la nación, sino porque los pueblos cuando alcanzan las conquistas que han estado anhelando durante varias generaciones, no hay fuerza en el mundo capaz de arrebatárselas.

El problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política.

Quizás luzca fría y teórica esta exposición, si no se conoce la espantosa tragedia que está viviendo el país en estos seis órdenes, sumada a la más humillante opresión política.

El ochenta y cinco por ciento de los pequeños agricultores cubanos está pagando renta y vive bajo la perenne amenaza del desalojo de sus parcelas. Más de la mitad de las mejores tierras de producción cultivadas está en manos extranjeras. En Oriente, que es la provincia más ancha, las tierras de la United Fruit Company y la West Indies unen la costa norte con la costa sur. Hay doscientas mil familias campesinas que no tienen una vara de tierra donde sembrar unas viandas para sus hambrientos hijos y, en cambio, permanecen sin cultivar, en manos de poderosos intereses, cerca de trescientas mil caballerías de tierras productivas. Si Cuba es un país eminentemente agrícola, si su población es en gran parte campesina, si la ciudad depende del campo, si el campo hizo la independencia, si la grandeza y prosperidad de nuestra nación depende de un campesinado saludable y vigoroso que ame y sepa cultivar la tierra, de un Estado que lo proteja y lo oriente, ¿cómo es posible que continúe este estado de cosas?

Salvo unas cuantas industrias alimenticias, madereras y textiles, Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan cueros para importar zapatos, se exporta hierro para importar arados... Todo el mundo está de acuerdo en que la necesidad de industrializar el país es urgente, que hacen falta industrias químicas, que hay que mejorar las crías, los cultivos, la técnica y elaboración de nuestras industrias alimenticias para que puedan resistir la competencia ruinosa que hacen las industrias europeas de queso, leche condensada, licores y aceites y las de conservas norteamericanas, que necesitamos barcos mercantes, que el turismo podría ser una enorme fuente de riquezas; pero los poseedores del capital exigen que los obreros pasen bajo las horcas caudinas, el Estado se cruza de brazos y la industrialización espera por las calendas griegas.

Tan grave o peor es la tragedia de la vivienda. Hay en Cuba doscientos mil bohíos y chozas; cuatrocientas mil familias del campo y de la ciudad viven hacinadas en barracones, cuarterías y solares sin las más elementales condiciones de higiene y salud; dos millones doscientas mil personas de nuestra población urbana pagan alquileres que absorben entre un quinto y un tercio de sus ingresos; y dos millones ochocientas mil de nuestra población rural y suburbana carecen de luz eléctrica. Aquí ocurre lo mismo: si el Estado se propone rebajar los alquileres, los propietarios amenazan con paralizar todas las construcciones; si el Estado se abstiene, construyen mientras pueden percibir un tipo elevado de renta, después no colocan una piedra más aunque el resto de la población viva a la intemperie. Otro tanto hace el monopolio eléctrico: extiende las líneas hasta el punto donde pueda percibir una utilidad satisfactoria, a partir de allí no le importa que las personas vivan en las tinieblas por el resto de sus días. El Estado se cruza de brazos y el pueblo sigue sin casas y sin luz.

Nuestro sistema de enseñanza se complementa perfectamente con todo lo anterior: ¿Es un campo donde el guajiro no es dueño de la tierra para qué se quieren escuelas agrícolas? ¿En una ciudad donde no hay industrias para qué se quieren escuelas técnicas o industriales? Todo está dentro de la misma lógica absurda: no hay ni una cosa ni otra. En cualquier pequeño país de Europa existen más de doscientas escuelas técnicas y de artes industriales; en Cuba, no pasan de seis y los muchachos salen con sus títulos sin tener dónde emplearse. A las escuelitas públicas del campo asisten descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad escolar y muchas veces el maestro quien tiene que adquirir con su propio sueldo el material necesario. ¿Es así como puede hacerse una patria grande?

De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga sobre los hombres la maldición de Dios. Y cuando un padre de familia trabaja cuatro meses al año, ¿con qué puede comprar ropas y medicinas a sus hijos? Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción. El acceso a los hospitales del Estado, siempre repletos, sólo es posible mediante la recomendación de un magnate político que le exigirá al desdichado su voto y el de toda su familia para que Cuba siga siempre igual o peor.

Con tales antecedentes, ¿cómo no explicarse que desde el mes de mayo al de diciembre un millón de personas se encuentren sin trabajo y que Cuba, con una población de cinco millones y medio de habitantes, tenga actualmente más desocupados que Francia e Italia con una población de más de cuarenta millones cada una?

Cuando vosotros juzgáis a un acusado por robo, señores magistrados, no le preguntáis cuánto tiempo lleva sin trabajo, cuántos hijos tiene, qué días de la semana comió y qué días no comió, no os preocupáis en absoluto por las condiciones sociales del medio donde vive: lo enviáis a la cárcel sin más contemplaciones. Allí no van los ricos que queman almacenes y tiendas para cobrar las pólizas de seguro, aunque se quemen también algunos seres humanos, porque tienen dinero de sobra para pagar abogados y sobornar magistrados. Enviáis a la cárcel al infeliz que roba por hambre, pero ninguno de los cientos de ladrones que han robado millones al Estado durmió nunca una noche tras las rejas: cenáis con ellos a fin de año en algún lugar aristocrático y tienen vuestro respeto. En Cuba, cuando un funcionario se hace millonario de la noche a la mañana y entra en la cofradía de los ricos, puede ser recibido con las mismas palabras de aquel opulento personaje de Balzac, Taillefer, cuando brindó por el joven que acababa de heredar una inmensa fortuna: "¡Señores, bebamos al poder del oro! El señor Valentín, seis veces millonario, actualmente acaba de ascender al trono. Es rey, lo puede todo, está por encima de todo, como sucede a todos los ricos. En lo sucesivo la igualdad ante la ley, consignada al frente de la Constitución, será un mito para él, no estará sometido a las leyes, sino que las leyes se le someterá. Para los millonarios no existen tribunales ni sanciones."

El porvenir de la nación y la solución de sus problemas no pueden seguir dependiendo del interés egoísta de una docena de financieros, de los fríos cálculos sobre ganancias que tracen en sus despachos de aire acondicionado diez o doce magnates. El país no puede seguir de rodillas implorando los milagros de unos cuantos becerros de oro que, como aquél del Antiguo Testamento que derribó la ira del profeta, no hacen milagros de ninguna clase. Los problemas de la República sólo tienen solución si nos dedicamos a luchar por ella con la misma energía, honradez y patriotismo que invirtieron nuestros libertadores en crearla. Y no es con estadistas al estilo de Carlos Saladrigas, cuyo estadismo consiste en dejarlo todo tal cual está y pasarse la vida farfullando sandeces sobre la "libertad absoluta de empresa", "garantías al capital de inversión" y la "ley de la oferta y la demanda", como habrán de resolverse tales problemas. En un palacete de la Quinta Avenida, estos ministros pueden charlar alegremente hasta que no quede ya ni el polvo de los huesos de los que hoy reclaman soluciones urgentes. Y en el mundo actual ningún problema social se resuelve por generación espontánea.

Un gobierno revolucionario con el respaldo del pueblo y el respeto de la nación después de limpiar las instituciones de funcionarios venales y corrompidos, procedería inmediatamente a industrializar el país, movilizando todo el capital inactivo que pasa actualmente de mil quinientos millones a través del Banco Nacional y el Banco de Fomento Agrícola e Industrial y sometiendo la magna tarea al estudio, dirección, planificación y realización por técnicos y hombres de absoluta competencia, ajenos por completo a los manejos de la política.

Un gobierno revolucionario, después de asentar sobre sus parcelas con carácter de dueños a los cien mil agricultores pequeños que hoy pagan rentas, procedería a concluir definitivamente el problema de la tierra, primero: estableciendo como ordena la Constitución un máximo de extensión para cada tipo de empresa agrícola y adquiriendo el exceso por vía de expropiación, reivindicando las tierras usurpadas al Estado, desecando marismas y terrenos pantanosos, plantando enormes viveros y reservando zonas para la repoblación forestal; segundo: repartiendo el resto disponible entre familias campesinas con preferencia a las más numerosas, fomentando cooperativas de agricultores para la utilización común de equipos de mucho costo, frigoríficos y una misma dirección profesional técnica en el cultivo y la crianza y facilitando, por último, recursos, equipos, protección y conocimientos útiles al campesinado.

Un gobierno revolucionario resolvería el problema de la vivienda rebajando resueltamente el cincuenta por ciento de los alquileres, eximiendo de toda contribución a las casas habitadas por sus propios dueños, triplicando los impuestos sobre las casas alquiladas, demoliendo las infernales cuarterías para levantar en su lugar edificios modernos de muchas plantas y financiando la construcción de viviendas en toda la Isla en escala nunca vista, bajo el criterio de que si lo ideal en el campo es que cada familia posea su propia parcela, lo ideal en la ciudad es que cada familia viva en su propia casa o apartamento. Hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos esperando por los milagros del becerro de oro, pasarán mil años y el problema estará igual. Por otra parte, las posibilidades de llevar corriente eléctrica hasta el último rincón de la Isla son hoy mayores que nunca, por cuanto es ya una realidad la aplicación de la energía nuclear a esa rama de la industria, lo cual abaratará enormemente su costo de producción.

Con estas tres iniciativas y reformas el problema del desempleo desaparecería automáticamente y la profilaxis y la lucha contra las enfermedades sería tarea mucho más fácil.

Finalmente, un gobierno revolucionario procedería a la reforma integral de nuestra enseñanza, poniéndola a tono con las iniciativas anteriores, para preparar debidamente a las generaciones que están llamadas a vivir en una patria más feliz. No se olviden las palabras del Apóstol: "Se está cometiendo en [...] América Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente para la vida urbana y no se les prepara para la vida campesina." "El pueblo más feliz es el que tenga mejor educados a sus hijos, en la instrucción del pensamiento y en la dirección de los sentimientos." "Un pueblo instruido será siempre fuerte y libre."

Pero el alma de la enseñanza es el maestro, y a los educadores en Cuba se les paga miserablemente; no hay, sin embargo, ser más enamorado de su vocación que el maestro cubano. ¿Quién no aprendió sus primeras letras en una escuelita pública? Basta ya de estar pagando con limosnas a los hombres y mujeres que tienen en sus manos la misión más sagrada del mundo de hoy y del mañana, que es enseñar. Ningún maestro debe ganar menos de doscientos pesos, como ningún profesor de segunda enseñanza debe ganar menos de trescientos cincuenta, si queremos que se dediquen enteramente a su elevada misión, si tener que vivir asediados por toda clase de mezquinas privaciones. Debe concedérseles además a los maestros que desempeñan su función en el campo, el uso gratuito de los medios de transporte; y a todos, cada cinco años por lo menos, un receso en sus tareas de seis meses con sueldo, para que puedan asistir a cursos especiales en el país o en el extranjero, poniéndose al día en los últimos conocimientos pedagógicos y mejorando constantemente sus programas y sistemas. ¿De dónde sacar el dinero necesario? Cuando no se lo roben, cuando no haya funcionarios venales que se dejen sobornar por las grandes empresas con detrimento del fisco, cuando los inmensos recursos de la nación estén movilizados y se dejen de comprar tanques, bombarderos y cañones en este país sin fronteras, sólo para guerrear contra el pueblo, y se le quiera educar en vez de matar, entonces habrá dinero de sobra.

Cuba podría albergar espléndidamente una población tres veces mayor; no hay razón, pues, para que exista miseria entre sus actuales habitantes. Los mercados debieran estar abarrotados de productos; las despensas de las casas debieran estar llenas; todos los brazos podrían estar produciendo laboriosamente. No, eso no es inconcebible. Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar; lo inconcebible es que haya niños que mueran sin asistencia médica, lo inconcebible es que el treinta por ciento de nuestros campesinos no sepan firmar, y el noventa y nueve por ciento no sepa de historia de Cuba; lo inconcebible es que la mayoría de las familias de nuestros campos estén viviendo en peores condiciones que los indios que encontró Colón al descubrir la tierra más hermosa que ojos humanos vieron.

A los que me llaman por esto soñador, les digo como Martí: "El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ése es [...] el único hombre práctico cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque el que haya puesto los ojos en las entrañas universales y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber."

Únicamente inspirados en tan elevados propósitos, es posible concebir el heroísmo de los que cayeron en Santiago de Cuba. Los escasos medios materiales con que hubimos de contar, impidieron el éxito seguro. A los soldados les dijeron que Prío nos había dado un millón de pesos; querían desvirtuar el hecho más grave para ellos: que nuestro movimiento no tenía relación alguna con el pasado, que era una nueva generación cubana con sus propias ideas, la que se erguía contra la tiranía, de jóvenes que no tenían apenas siete años cuando Batista comenzó a cometer sus primeros crímenes en el año 34. La mentira del millón no podía ser más absurda: si con menos de veinte mil pesos armamos cientos sesenta y cinco hombres y atacamos un regimiento y un escuadrón, con un millón de pesos hubiéramos podido armar ocho mil hombres, atacar cincuenta regimientos, cincuenta escuadrones, y Ugalde Carrillo no se habría enterado hasta el domingo 26 de julio a las 5_15 de la mañana. Sépase que por cada uno que vino a combatir, se quedaron veinte perfectamente entrenados que no vinieron porque no había armas. Esos hombres desfilaron por las calles de La Habana con la manifestación estudiantil en el Centenario de Martí y llenaban seis cuadras en masa compacta. Doscientos más que hubieran podido venir o veinte granadas de mano en nuestro poder, y tal vez le habríamos ahorrado a este honorable tribunal tantas molestias.

Los políticos se gastan en sus campañas millones de pesos sobornando conciencias, y un puñado de cubanos que quisieron salvar el honor de la patria tuvo que venir a afrontar la muerte con las manos vacías por falta de recursos. Eso explica que al país lo hayan gobernado hasta ahora, no hombres generosos y abnegados, sino el bajo mundo de la politiquería, el hampa de nuestra vida pública.

Con mayor orgullo que nunca digo que consecuentes con nuestros principios, ningún político de ayer nos vi tocar a sus puertas pidiendo un centavo, que nuestros medios se reunieron con ejemplos de sacrificios que no tienen paralelo, como el de aquel joven, Elpidio Sosa, que vendió su empleo y se me presentó un día con trescientos pesos "para la causa"; Fernando Chenard, que vendió sus aparatos de su estudio fotográfico, con el que se ganaba la vida; Pedro Marrero, que empeñó su sueldo de muchos meses y fue preciso prohibirle que vendería también los muebles de su casa; Oscar Alcalde, que vendió su laboratorio de productos farmacéuticos; Jesús Montané, que entregó el dinero que había ahorrado durante más de cinco años; y así por el estilo muchos más, despojándose cada cual de lo poco que tenía.

Hace falta tener una fe muy grande en su patria para proceder así, y estos recuerdos de idealismo me llevaron directamente al más amargo capítulo de esta defensa: el precio que les hizo pagar la tiranía por querer librar a Cuba de la opresión y la injusticia.
¡Cadáveres amados los que un día
Ensueños fuisteis de la patria mía,
Arrojad, arrojad sobre mi frente
Polvo de vuestros huesos carcomidos!
¡Tocad mi corazón con vuestras manos!
¡Gemid a mis oídos!
¡Cada uno ha de ser de mis gemidos
Lágrimas de uno más de los tiranos!
¡Andad a mi rencor; vagad en tanto
Que mi ser vuestro espíritu recibe
Y dadme de las tumbas el espanto,
Que es poco ya para llorar el llanto
Cuando en infame esclavitud se vive!
Multiplicad por diez el crimen del 27 de noviembre de 1871 y tendréis los crímenes monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29 de julio de 1953 en Oriente. Los hechos están recientes todavía, pero cuando los años pasen y el cielo de la patria se despeje, cuando los ánimos exaltados se aquieten y el miedo no turbe los espíritus, se empezará a ver en toda su espantosa realidad la magnitud de la masacre, y las generaciones venideras volverán aterrorizadas los ojos hacia este acto de barbarie sin precedentes en nuestra historia. Pero no quiero que la ira me ciegue, porque necesito toda la claridad de mi mente y la serenidad del corazón destrozado para exponer los hechos tal como ocurrieron, con toda sencillez, antes que exagerar el dramatismo, porque siento vergüenza, como cubano, que unos hombres sin entrañas, con sus crímenes incalificables, hayan deshonrado nuestra patria ante el mundo.

No fue nunca el tirano Batista un hombre de escrúpulos que vacilara antes de decir al pueblo la más fantástica mentira. Cuando quiso justificar el traidor cuartelazo del 10 de marzo, inventó un supuesto golpe militar que habría de ocurrir en el mes de abril y que "él quiso evitar para que no fuera sumida en sangre la república", historieta ridícula que no creyó nadie; y cuando quiso sumir en sangre la república y ahogar en el terror, la tortura y el crimen la justa rebeldía de una juventud que no quiso ser esclava suya, inventó entonces mentiras más fantásticas todavía. ¡Qué poco respeto se le tiene a un pueblo, cuando se le trata de engañar tan miserablemente! El mismo día que fui detenido, yo asumí públicamente la responsabilidad del movimiento armado del 26 de julio, y si una sola de las cosas que dijo el dictador contra nuestros combatientes en su discurso del 27 de julio hubiese sido cierta, bastaría para haberme quitado la fuerza moral en el proceso. Sin embargo, ¿por qué no se me llevó al juicio? ¿Por qué falsificaron certificados médicos? ¿Por qué se violaron todas las leyes del procedimiento y se descartaron escandalosamente todas las órdenes del tribunal? ¿Por qué se hicieron cosas nunca vistas en ningún proceso público a fin de evitar a toda costa mi comparecencia? Yo en cambio hice lo indecible por estar presente, reclamando del tribunal que se me llevase al juicio en cumplimiento estricto de las leyes, denunciando las maniobras estricto de las leyes, denunciando para impedirlo; quería discutir con ellos frente a frente y cara a cara. Ellos no quisieron: ¿Quién temía la verdad y quién no la temía?

Las cosas que afirmó el dictador desde el polígono del campamento de Columbia, serían dignas de risa si no estuviesen tan empapadas de sangre. Dijo que los atacantes eran un grupo de mercenarios entre los cuales había numerosos extranjeros; dijo que la parte principal del plan era un atentado contra él —él, siempre él—, como si los hombres que atacaron el baluarte del Moncada no hubieran podido matarlo a él y a veinte como él, de haber estado conformes con semejantes métodos; dijo que el ataque había sido fraguado por el ex presidente Prío y con dinero suyo, y se ha comprobado ya hasta la saciedad la ausencia absoluta de toda relación entre este movimiento y el régimen pasado; dijo que estábamos armados de ametralladoras y granadas de mano, y aquí los técnicos del Ejército han declarado que sólo teníamos una ametralladora degollado a la posta, y ahí han aparecido en el sumario los certificados de defunción y los certificados médicos correspondientes a todos los soldados muertos o heridos, de donde resulta que ninguno presentaba lesiones de arma blanca. Pero sobre todo, lo más importante, dijo que habíamos acuchillado a los enfermos del Hospital Militar, y los médicos de ese mismo hospital, ¡nada menos que los médicos del Ejército!, han declarado en el juicio que ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros, que ningún enfermo fue muerto o herido y que sólo hubo allí una baja, correspondiente a un empleado sanitario que se asomó imprudentemente por una ventana.

Cuando un jefe de Estado o quien pretende serlo hace declaraciones al país, no habla por hablar: alberga siempre algún propósito, persigue siempre un efecto, lo anima siempre una intención. Si ya nosotros habíamos sido militarmente vencidos, si ya no significábamos un peligro real para la dictadura, ¿por qué se nos calumniaba de ese modo? Si no está claro que era un discurso sangriento, si no es evidente que se pretendía justificar los crímenes que se estaban cometiendo desde la noche anterior y que se irían a cometer después, que hablen por mí los números: el 27 de julio, en su discurso desde el polígono militar, Batista dijo que los atacantes habíamos tenido treinta y dos muertos; al finalizar la semana los muertos ascendían a más de ochenta. ¿En qué batallas, en qué lugares, en qué combates murieron esos jóvenes? Antes de hablar Batista se habían asesinado más de veinticinco prisioneros; después que habló Batista se asesinaron cincuenta.

¡Qué sentido del honor tan grande el de esos militares modestos, técnicos y profesionales del Ejército, que al comparecer ante el tribunal no desfiguraron los hechos y emitieron sus informes ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí son militares que honran el uniforme, ésos sí son hombres! Ni el militar verdadero ni el verdadero hombre es capaz fe manchar su vida con la mentira o el crimen. Yo sé que están terriblemente indignados con los bárbaros asesinatos que se cometieron, yo sé que sienten con repugnancia y vergüenza el olor a sangre homicida que impregna hasta la última piedra del cuartel Moncada.

Emplazo al dictador a que repita ahora, si puede, sus ruines calumnias por encima del testimonio de esos honorables militares, lo emplazo a que justifique ante el pueblo de Cuba su discurso del 27 de julio, ¡que no se calle, que hable!, que digan quiénes son los asesinos, los despiadados, los inhumanos, que diga si la Cruz de Honor que fue a ponerles en el pecho a los héroes de la masacre era para premiar los crímenes repugnantes que se cometieron; que asuma desde ahora la responsabilidad ante la historia y no pretenda decir después que fueron los soldados sin órdenes suyas, que explique a la nación los setenta asesinatos; ¡fue mucha la sangre! La nación necesita una explicación, la nación lo demanda, la nación lo exige.

Se sabía que en 1933, al finalizar el combate del hotel Nacional, algunos oficiales fueron asesinados después de rendirse, lo cual motivó una enérgica protesta de la revista Bohemia; se sabía también que después de capitulado el fuerte de Atarés las ametralladoras de los sitiadores barrieron una fila de prisioneros y que un soldado, preguntando quién era Blas Hernández, lo asesinó disparándole un tiro en pleno rostro, soldado que en premio de su cobarde acción fue ascendido a oficial. Era conocido que el asesinato de prisioneros está fatalmente unido en la historia de Cuba al nombre de Batista. ¡Torpe ingenuidad nuestra que no lo comprendimos claramente! Sin embargo, en aquellas ocasiones los hechos ocurrieron en cuestión de minutos, no más que lo de una ráfaga de ametralladoras cuando los ánimos estaban todavía exaltados, aunque nunca tendrá justificación semejante proceder.

No fue así en Santiago de Cuba. Aquí todas las formas de crueldad, ensañamiento y barbarie fueron sobrepasadas. No se mató durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa, los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron un instante como instrumentos de exterminio manejados por artesanos perfectos del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y de muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales de carniceros. Los muros se salpicaron de sangre; en las paredes las balas quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos humanos, chamusqueados por los disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura y pegajosa sangre. Las manos criminales que rigen los destinos de Cuba habían escrito para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte, la inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza."

No cubrieron ni siquiera las apariencias, no se preocuparon lo más mínimo por disimular lo que estaban haciendo: creían haber engañado al pueblo con sus mentiras y ellos mismos terminaron engañándose. Se sintieron amos y señores del universo, dueños absolutos de la vida y la muerte humana. Así, el susto de la madrugada lo disiparon en un festín de cadáveres, en una verdadera borrachera de sangre.

Las crónicas de nuestra historia, que arrancan cuatro siglos y medio atrás, nos cuentan muchos hechos de crueldad, desde las matanzas de indios indefensos, las atrocidades de los piratas que asolaban las costas, las barbaridades de los guerrilleros en la lucha de la independencia, los fusilamientos de prisioneros cubanos por el ejército de Weyler, los horrores del machadato, hasta los crímenes de marzo del 35; pero con ninguno se escribió una página sangrienta tan triste y sombría, por el número de víctimas y por la crueldad de sus victimarios, como en Santiago de Cuba. Sólo un hombre en todos esos siglos ha manchado de sangre dos épocas distintas de nuestra existencia histórica y ha clavado sus garras en la carne de dos generaciones de cubanos. Y para derramar este río de sangre sin precedentes esperó que estuviésemos en el Centenario del Apóstol y acabada de cumplir cincuenta años la república que tantas vidas costó para la libertad, porque pesa sobre un hombre que había gobernado ya como amo durante once largos años este pueblo que por tradición y sentimiento ama la libertad y repudie el crimen con toda su alma, un hombre que no ha sido, además, ni leal, ni sincero, ni honrado, ni caballero un solo minuto de su vida pública.

No fue suficiente la traición de enero de 1934, los crímenes de marzo de 1935, y los cuarenta millones de fortuna que coronaron la primera etapa; era necesaria la traición de marzo de 1952, los crímenes de julio de 1953 y los millones que sólo el tiempo dirá. Dante dividió su infierno en nueve círculos: puso en el séptimo a los criminales, puso en el octavo a los ladrones y puso en el noveno a los traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los demonios para buscar un sitio adecuado al alma de este hombre... si este hombre tuviera alma! Quien alentó los hechos atroces de Santiago de Cuba, no tiene entrañas siquiera.

Conozco muchos detalles de la forma en que se realizaron esos crímenes por boca de algunos militares que, llenos de vergüenza, me refirieron las escenas de que habían sido testigos.

Terminado el combate se lanzaron como fieras enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba y contra la población indefensa saciaron las primeras iras. En plena calle y muy lejos del lugar donde fue la lucha le atravesaron el pecho de un balazo a un niño inocente que jugaba junto a la puerta de su casa, y cuando el padre se acercó para recogerlo, le atravesaron la frente con oro balazo. Al "Niño" Cala, que iba para su casa con un cartucho de pan en las manos, lo balacearon sin mediar palabra. Sería interminable referir los crímenes y atropellos que se cometieron contra la población civil. Y si de esta forma actuaron con los que no habían participado en la acción, ya puede suponerse la horrible suerte que corrieron los prisioneros participantes o que ellos creían que habían participado: porque así como en esta causa involucraron a muchas personas ajenas por completo a los hechos, así también mataron a muchos de los prisioneros detenidos que no tenían nada que ver con el ataque; éstos no están incluidos en las cifras de víctimas que han dado, las cuales se refieren exclusivamente a los hombres nuestros. Algún día se sabrá el número total de inmolados.

El primer prisionero asesinado fue nuestro médico, el doctor Mario Muñoz, que no llevaba armas ni uniforme y vestía su bata de galeno, un hombre generoso y competente que hubiera atendido con la misma devoción tanto al adversario como al amigo herido. En el camino del Hospital Civil al cuartel le dieron un tiro por la espalda y allí lo dejaron tendido boca abajo en un charco de sangre. Pero la matanza en masa de prisioneros no comenzó hasta pasadas las 3:00 de la tarde. Hasta esa hora esperaron órdenes. Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz Tamayo, quien trajo instrucciones concretas salidas de una reunión donde se encontraban Batista, el jefe del Ejército, el jefe del SIM, el propio Díaz Tamayo y oros. Dijo que "era una vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes y que había que matar diez prisioneros por cada soldado muerto". ¡Ésta fue la orden!.

En todo grupo humano hay hombres que bajos instintos, criminales natos, bestias portadoras de todos los atavismos ancestrales revestidas de forma humana, monstruos refrenados por la disciplina y el hábito social, pero que si se les da a beber sangre en un río no cesarán hasta que los haya secado. Lo que estos hombres necesitan precisamente era esa orden. En sus manos precio lo mejor de Cuba: lo más valiente, lo más honrado, lo más idealista. El tirano los llamó mercenarios, y allí estaban ellos muriendo como héroes en manos de hombres que cobran un sueldo de la República y que con las armas que ella les entregó para que la defendieran sirven los intereses de una pandilla y asesinan a los mejores ciudadanos.

En medio de las torturas les ofrecían la vida si traicionando su posición ideológica se prestaban a declarar falsamente que Prío les había dado el dinero, y como ellos rechazaban indignados la proposición, continuaban torturándolos horriblemente. Les trituraron los testículos y les arrancaron los ojos, pero ninguno claudicó, ni se oyó un lamento ni una súplica: aun cuando los habían privado de sus órganos viriles, seguían siendo mil veces más hombres que todos sus verdugos juntos. Las fotografías no mientan y esos cadáveres aparecen destrozados. Ensayaron otros medios; no podían con el valor de los hombres y probaron el valor de las mujeres. Con un ojo humano ensangrentado en las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde se encontraban las compañeras Melba Hernández y Haydée Santamaría, y dirigiéndose a la última mostrándole el ojo, le dijeron: "Este es de tu hermano, si tú no dices lo que no quiso decir, le arrancaremos el otro." Ella, que quería a su valiente hermano por encima de todas las cosas, les contestó llena de dignidad: "Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo." Más tarde volvieron y las quemaron en los brazos con colillas encendidas, hasta que por último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la joven Haydée Santamaría: "Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también." Y ella les contestó imperturbable otra vez: "Él no está muerto, porque morir por la patria es vivir." Nunca fue puesto en un lugar tan alto de heroísmo y dignidad el nombre de la mujer cubana.

No respetaron ni siquiera a los heridos en el combate que estaban recluidos en distintos hospitales de la ciudad, adonde los fueron a buscar como buitres que siguen la presa. En el Centro Gallego penetraron hasta el salón de operaciones en el instante mismo que recibían transfusión de sangre dos heridos graves; los arrancaron de las mesas y como no podían estar en pie, los llevaron arrastrando hasta la planta baja donde llegaron cadáveres.

No pudieron hacer lo mismo en la Colonia Española, donde estaban recluidos los compañeros Gustavo Arcos y José Ponce, porque se los impidió valientemente el doctor Posada diciéndoles que tendrían que pasar sobre su cadáver.

A Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador les inyectaron aire y alcanfor en las venas para matarlos en el Hospital Militar. Deben sus vidas al capitán Tamayo, médico del Ejército y verdadero militar de honor, que a punta de pistola se los arrebató a los verdugos y los trasladó al Hospital Civil. Estos cinco jóvenes fueron los únicos heridos que pudieron sobrevivir.

Por las madrugadas eran sacados del campamento grupos de hombres y trasladados en automóviles a Siboney, La Maya, Songo y otros lugares, donde se les bajaba atados y amordazados, ya deformados por las torturas, para matarlos en parajes solitarios. Después los hacían constar como muertos en combate con el Ejército. Esto lo hicieron durante varios días y muy pocos prisioneros de los que iban siendo detenidos sobrevivieron. A muchos los obligaron antes a cavar su propia sepultura. Uno de los jóvenes, cuando realizaba aquella operación, se volvió y marcó en el rostro con la pica a uno de los asesinos. A otros, inclusive, los enterraron vivos con las manos atadas a la espalda. Muchos lugares solitarios sirven de cementerio a los valientes. Solamente en el campo de tiro del Ejército hay cinco enterrados. Algún día serán desenterrados y llevados en hombros del pueblo hasta el monumento que, junto a la tumba de Martí, la patria libre habrá de levantarles a los "Mártires del Centenario".

El último joven que asesinaron en la zona de Santiago de Cuba fue Marcos Martí. Lo habían detenido en una cueva en Siboney el jueves 30 por la mañana junto con el compañero Ciro Redondo. Cuando los llevaban caminando por la carretera con los brazos en alto, le dispararon al primero un tiro por la espalda y ya en el suelo lo remataron con varias descargas más. Al segundo lo condujeron hasta el campamento; cuando lo vio el comandante Pérez Chaumont exclamó: "¡Y a éste para qué me lo han traído!" El tribunal pudo escuchar la narración del hecho por boca de este joven que sobrevivió gracias a lo que Pérez Chaumont llamó "una estupidez de los soldados".

La consigna era general en toda la provincia. Diez días después del 26, un periódico de esta ciudad publicó la noticia de que, en la carretera de Manzanillo a Bayamo, habían aparecido dos jóvenes ahorcados. Más tarde se supo que eran los cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz. Allí también ocurrió algo extraordinario; las víctimas eran tres; los habían sacado del cuartel de Manzanillo a las 2:00 de la madrugada; en un punto de la carretera los bajaron y después de golpearlos hasta hacerles perder el sentido, los estrangularon con una soga. Pero cuando ya los habían dejado por muertos, uno de ellos, Andrés García, recobró el sentido, buscó refugio en casa de un campesino y gracias a ello también el tribunal pudo conocer con todo lujo de detalles el crimen. Este joven fue el único sobreviviente de todos los prisioneros que se hicieron en la zona de Bayamo.

Cerca del río Cauto, en un lugar conocido por Barrancas, yacen en el fondo de un pozo ciego los cadáveres de Raúl de Aguiar, Armando Valle y Andrés Valdés, asesinados a medianoche en el camino de Alto Cedro a Palma Soriano por el sargento Montes de Oca, jefe de puesto del cuartel de Miranda, el cabo Maceo y el teniente jefe de Alto Cedro, donde aquéllos fueron detenidos.

En los anales del crimen merece mención de honor el sargento Eulalio González, del cuartel Moncada, apodado "El Tigre". Este hombre no tenía después el menor empacho para jactarse de sus tristes hazañas. Fue él quien con sus propias manos asesinó a nuestro compañero Abel Santamaría. Pero no estaba satisfecho. Un día en que volvía de la prisión de Boniato, en cuyos patios sostiene una cría de gallos finos, montó el mismo ómnibus donde viajaba la madre de Abel. Cuando aquel monstruo comprendió de quien se trataba, comenzó a referir en alta voz sus proezas y dijo bien alto para que lo oyera la señora vestida de luto: "Pues yo sí saqué muchos ojos y pienso seguirlos sacando." Los sollozos de aquella madre ante la afrenta cobarde que le infería el propio asesino de su hijo, expresan mejor que ninguna palabra el oprobio moral sin precedentes que está sufriendo nuestra patria. A esas mismas madres, cuando iban al cuartel Moncada preguntando por sus hijos, con cinismo inaudito les contestaban: "¡Cómo no, señora!; vaya a verlo al hotel Santa Ifigenia donde se lo hemos hospedado." ¡O Cuba no es Cuba, o los responsables de estos hechos tendrán que sufrir un escarmiento terrible! Hombres desalmados que insultaban groseramente al pueblo cuando se quitaban los sombreros al paso de los cadáveres de los revolucionarios.

Tantas fueron las víctimas que todavía el gobierno no se ha atrevido a dar las listas completas, saben que las cifras no guardan proporción alguna. Ellos tienen los nombres de todos los muertos porque antes de asesinar a los prisioneros les tomaban las generales. Todo ese largo trámite de identificación a través del Gabinete Nacional fue pura pantomima; y hay familias que no saben todavía la suerte de sus hijos. Si ya han pasado casi tres meses, ¿por qué no se dice la última palabra?

Quiero hacer constar que a los cadáveres se les registraron los bolsillos buscando hasta el último centavo y se les despojó de las prendas personales, anillos y relojes, que hoy están usando descaradamente los asesinos.

Gran parte de lo que acabo de referir ya lo sabíais vosotros, señores magistrados, por las declaraciones de mis compañeros. Pero véase cómo no han permitido venir a este juicio a muchos testigos comprometedores y que en cambio asistieron a las sesiones del otro juicio. Faltaron, por ejemplo, todas las enfermeras del Hospital Civil, pese a que están aquí al lado nuestro, trabajando en el mismo edificio donde se celebra esta sesión; no las dejaron comparecer para que no pudieran afirmar ante el tribunal, contestando a mis preguntas, que aquí fueron detenidos veinte hombres vivos, además del doctor Mario Muñoz. Ellos temían que el interrogatorio a los testigos yo pudiese hacer deducir por escrito testimonios muy peligrosos.

Pero vino el comandante Pérez Chaumont y no pudo escapar. Lo que ocurrió con este héroe de batallas contra hombres sin armas y maniatados, da idea de lo que hubiera pasado en el Palacio de Justicia si no me hubiesen secuestrado del proceso. Le pregunté cuántos hombres nuestros habían muerto en sus célebres combates de Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por fin que veintiuno. Como yo sé que esos combates no ocurrieron nunca, le pregunté cuántos heridos habíamos tenido. Me contestó que ninguno: todos eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que si el Ejército estaba usando armas atómicas. Claro que donde hay asesinados a boca de jarro no hay heridos. Le pregunté después cuántas bajas había tenido el Ejército. Me contestó que dos heridos. Le pregunté por último que si alguno de esos heridos había muerto, y me dijo que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos los heridos del Ejército y resultó que ninguno lo había sido en Siboney. Ese mismo comandante Pérez Chaumont, que apenas se ruborizaba de haber asesinado veintiún jóvenes indefensos, ha construido en la playa de Ciudamar un palacio que vale más de cien mil pesos. Sus ahorritos en sólo unos meses... ¡Y si eso ha ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado los generales!.

Señores magistrados: ¿Dónde están nuestros compañeros detenidos los días 26, 27, 28 y 29 de julio, que se sabe pasaban de sesenta en la zona de Santiago de Cuba? solamente tres y las dos muchachas han comparecido, los demás sancionados fueron todos detenidos más tarde. ¿Dónde están nuestros compañeros heridos? Solamente cinco han aparecido: al resto lo asesinaron también. Las cifras son irrebatibles. Por aquí, en cambio, han desfilado veinte militares que fueron prisioneros nuestros y que según sus propias palabras no recibieron ni una ofensa. Por aquí han desfilado treinta heridos del Ejército, muchos de ellos en combates callejeros, y ninguno fue rematado. Si el Ejército tuvo diecinueve muertos y treinta heridos, ¿cómo es posible que nosotros hayamos tenido ochenta muertos y cinco heridos? ¿Quién vio nunca combates de veintiún muertos y ningún herido como los famosos de Pérez Chaumont?

Ahí están las cifras de bajas en los recios combates de la Columna Invasora en la guerra del 95, tanto aquellos en que salieron victoriosas como en los que fueron vencidas las armas cubanas: combate de Los Indios, en Las Villas: doce heridos, ningún muerto; combate de Mal Tiempo: cuatro muertos, veintitrés heridos; combate de Calimete: dieciséis muertos, sesenta y cuatro heridos; combate de La Palma: treinta y nueve muertos, ochenta y ocho heridos; combate de Cacarajícara: cinco muertos, trece heridos; combate del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y cinco heridos; combate de San Gabriel del Lombillo: dos muertos, dieciocho heridos... en todos absolutamente el número de heridos es dos veces, tres veces y hasta diez veces mayor que el de muertos. No existían entonces los modernos adelantos de la ciencia médica que disminuyen la proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse la fabulosa proporción de dieciséis muertos por un herido, si no es rematando a éstos en los mismos hospitales y asesinando después a los indefensos prisioneros? Estos números hablan sin réplica posible.

"Es una vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes; hay que matar diez prisioneros por cada soldado muerto..." Ése es el concepto que tienen del honor los cabos furrieles ascendidos a generales del 10 de marzo, y ése es el honor que le quieren imponer al Ejército nacional. Honor falso, honor fingido, honor de apariencia que se basa en la mentira, la hipocresía y el crimen; asesinos que amasan con sangre una careta de honor. ¿Quién les dijo que morir peleando es un deshonor? ¿Quién les dijo que el honor de un Ejército consiste en asesinar heridos y prisioneros de guerra?

En las guerras los ejércitos que asesinan a los prisioneros se han ganado siempre el desprecio y la execración del mundo. Tamaña cobardía no tiene justificación ni aun tratándose de enemigos de la patria invadiendo el territorio nacional. Como escribió un libertador de la América del Sur, "ni la más estricta obediencia militar puede cambiar la espada del soldado en cuchilla de verdugo." El militar de honor no asesina al prisionero indefenso después del combate, sino que lo respeta; no remata al herido, sino que lo ayuda; impide el crimen y si no puede impedirlo hace como aquel capitán español que al sentir los disparos con que fusilaban a los estudiantes quebró indignado su espada y renunció a seguir sirviendo a aquel ejército.

Los que asesinaron a los prisioneros no se comportaron como dignos compañeros de los que murieron. Yo vi muchos soldados combatir con magnífico valor, como aquéllos de la patrulla que dispararon contra nosotros sus ametralladoras en un combate casi cuerpo a cuerpo o aquel sargento que desafiando la muerte se apoderó de la alarma para movilizar el campamento. Unos están vivos, me alegro; otros están muertos; sólo siento que hombres valerosos caigan defendiendo una mala causa. Cuando Cuba sea libre, debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y los hijos de los valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos son inocentes de las desgracias de Cuba, ellos son otras tantas víctimas de esta nefasta situación.

Pero el honor que ganaron los soldados para las armas murieron en combate lo mancillaron los generales mandando asesinar prisioneros después del combate. Hombres que se hicieron generales de la madrugada al amanecer sin haber disparado un tiro, que compraron sus estrellas con alta traición a la República, que mandan asesinar los prisioneros de un combate en que no participaron: ésos son los generales del 10 de marzo, generales que no habrían servido ni para arrear las mulas que cargaban la impedimenta del Ejército de Antonio Maceo.

Si el Ejército tuvo tres veces más bajas que nosotros fue porque nuestros hombres estaban magníficamente entrenados, como ellos mismos dijeron, y porque se habían tomado medidas tácticas adecuadas como ellos mismos reconocieron. Si el Ejército no hizo un papel más brillante, si fue totalmente sorprendido pese a los millones que se gasta el SIM en espionaje, si sus granadas de mano no explotaron porque estaban viejas, se debe a que tiene generales como Martín Díaz Tamayo y coroneles como Ugalde Carrillo y Alberto del Río Chaviano. No fueron diecisiete traidores metidos en las filas del Ejército como el 10 de marzo, sino ciento sesenta y cinco hombres que atravesaron la Isla de un extrema a otro para afrontar la muerte a cara descubierta. Si esos jefes hubieran tenido honor militar habrían renunciado a sus cargos en vez de lavar su vergüenza y su incapacidad personal en la sangre de los prisioneros.

Matar prisioneros indefensos y después decir que fueron muertos en combate, ésa es toda la capacidad militar de los generales del 10 de marzo. Así actuaban en los años más crueles de nuestra guerra de independencia los peores matones de Valeriano Weyler. Las Crónicas de la guerra nos narran el siguiente pasaje: "El día 23 de febrero entró en Punta Brava el oficial Baldomero Acosta con alguna caballería, al tiempo que, por el camino opuesto, acudía un pelotón del regimiento Pizarro al mando de un sargento, allí conocido por Barriguilla. Los insurrectos cambiaron algunos tiros con la gente de Pizarro, y se retiraron por el camino que une a Punta Brava con el caserío de Guatao. A los cincuenta hombres de Pizarro seguía una compañía de voluntarios de Marianao y otra del cuerpo de Orden Público, al mando del capitán Calvo [...] Siguieron marcha hacia Guatao, y al penetrar la vanguardia en el caserío se inició la matanza contra el vecindario pacífico; asesinaron a doce habitantes del lugar. [...] Con la mayor celeridad la columna que mandaba el capitán Calvo, echó mano a todos os vecinos que corrían por el pueblo, y amarrándolos fuertemente en calidad de prisioneros de guerra, los hizo marchar para La Habana. [...] No saciados aún con los atropellos cometidos en las afueras de Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución que ocasionó la muerte a uno de los presos y terribles heridas a los demás. El marqués de Cervera, militar palatino y follón, comunicó a Weyler la costosísima victoria obtenida por las armas españolas; pero el comandante Zugasti, hombre de pundonor, denunció al gobierno lo sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos pacíficos las muertes perpetradas por el facineroso capitán Calvo y el sargento Barriguilla.

"La intervención de Weyler en este horrible suceso y su alborozo al conocer los pormenores de la matanza, se descubre de un modo palpable en el despacho oficial que dirigió al ministro de la Guerra a raíz de la cruenta inmolación. "Pequeña columna organizada por comandante militar Marianao con fuerzas de la guarnición, voluntarios y bomberos a las órdenes del capitán Calvo de Orden público, batió, destrozándolas, partidas de Villanueva y Baldomero Acosta cerca de Punta Brava (Guatao), causándoles veinte muertos, que entregó, para su enterramiento al alcalde Guatao, haciéndoles quince prisioneros, entre ellos un herido [...] y suponiendo llevan muchos heridos; nosotros tuvimos un herido grave, varios leves y contusos. Weyler"."

¿En qué se diferencia este parte de guerra de Weyler de los partes del coronel Chaviano dando cuenta de las victorias del comandante Pérez Chaumont? Sólo en que Weyler comunicó veinte muertos y Chaviano comunicó veintiuno; Weyler menciona un soldado herido en sus filas, Chaviano menciona dos; Weyler habla de un herido y quince prisioneros en el campo enemigo, Chaviano no habla de heridos ni prisioneros.

Igual que admiré el valor de los soldados que supieron morir, admiro y reconozco que muchos militares se portaron dignamente y no se mancharon las manos en aquella orgía de sangre. No pocos prisioneros que sobrevivieron les deben la vida a la actitud honorable de militares como el teniente Sarría, el teniente Camps, el capitán Tamayo y otros que custodiaron caballerosamente a los detenidos. Si hombres como ésos no hubiesen salvado en parte el honor de las Fuerzas Armadas, hoy sería más honroso llevar arriba un trapo de cocina que un uniforme.

Para mis compañeros muertos no clamo venganza. Como sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los criminales juntos. No es con sangre como pueden pagarse las vidas de los jóvenes que mueren por el bien de un pueblo; la felicidad de ese pueblo es el único precio digno que puede pagarse por ellas.
Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el espectro victorioso de sus ideas. Que hable por mí el Apóstol: "Hay un límite al llanto sobre las sepulturas de los muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria que se jura sobre sus cuerpos, y que no teme ni se abata ni se debilita jamás; porque los cuerpos de los mártires son el altar más hermoso de la honra."
[...] Cuando se muere
En brazos de la patria agradecida,
La muerte acaba, la prisión se rompe; ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!
Hasta aquí me he concretado casi exclusivamente a los hechos. Como no olvido que estoy delante de un tribunal de justicia que me juzga, demostraré ahora que únicamente de nuestra parte está el derecho y que la sanción impuesta a mis compañeros y la que se pretende imponerme no tiene justificación ante la razón, ante la sociedad y ante la verdadera justicia.

Quiero ser personalmente respetuoso con los señores magistrados y os agradezco que no veáis en la rudeza de mis verdades ninguna animadversión contra vosotros. Mis razonamientos van encaminados sólo a demostrar lo falso y erróneo de la posición adoptada en la presente situación por todo el Poder Judicial, del cual cada tribunal no es más que una simple pieza obligada a marchar, hasta cierto punto, por el mismo sendero que traza la máquina, sin que ellos justifique, desde luego, a ningún hombre a actuar contra sus principios. Sé perfectamente que la máxima responsabilidad le cabe a la alta oligarquía que sin un gesto digno se plegó servilmente a los dictados del usurpador traicionando a la nación y renunciando a la independencia del Poder Judicial. Excepciones honrosas han tratado de remendar el maltrecho honor con votos particulares, pero el gesto de la exigua minoría apenas ha trascendido, ahogado por actitudes de mayorías sumisas y ovejunas. Este fatalismo, sin embargo, no me impedirá exponer la razón que me asiste. Si el traerme ante este tribunal no es más que pura comedia para darle apariencia de legalidad y justicia a lo arbitrario, estoy dispuesto a rasgar con mano firme el velo infame que cubre tanta desvergüenza. Resulta curioso que los mismos que me traen ante vosotros para que se me juzgue y condene no han acatado una sola orden de este tribunal.

Si este juicio, como habéis dicho, es el más importante que se ha ventilado ante un tribunal desde que se instauró la República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la conjura de silencio que me ha querido imponer la dictadura, pero sobre lo que vosotros hagáis, la posteridad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro. Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno, y por encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene de ella un profundo sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla pero implacable, reñida con todo lo absurdo y contradictorio, y si alguno, además, aborrece con toda su alma el privilegio y la desigualdad, ése es el pueblo cubano. Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla del pueblo.

Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.

¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se despertó estremecida; a las sombras de la noche los espectros del pasado se habían conjurado mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada por las manos, por los pies y por el cuello. Aquellas garras eran conocidas, aquellas fauces, aquellas guadañas de muerte, aquellas botas... No; no era una pesadilla; se trataba de la triste y terrible realidad: un hombre llamado Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible crimen que nadie esperaba.

Ocurrió entonces que un humilde ciudadano de aquel pueblo, que quería creer en las leyes de la República y en la integridad de sus magistrados a quienes había visto ensañarse muchas veces contra los infelices, buscó un Código de Defensa Social para ver qué castigos prescribía la sociedad para el autor de semejante hecho, y encontró lo siguiente:
"Incurrirá en una sanción de privación de libertad de seis a diez años el que ejecutare cualquier hecho encaminado directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de la violencia, la Constitución del Estado o la forma de gobierno establecida.

"Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevare a efecto la insurrección.

"El que ejecutare un hecho con el fin determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuere temporalmente al Senado, a la cámara de Representantes, al Representantes, al Presidente de la República o al Tribunal Supremo de Justicia, el ejercicio de sus funciones constitucionales, incurrirá en un sanción de privación de libertad de seis a diez años.

El que tratare de impedir o estorbar la celebración de elecciones generales; [...] incurrirá en una sanción de privación de libertad de cuatro a ocho años.


"El que introdujere, publicare, propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o decreto que tienda [...] a provocar la inobservancia de las leyes vigentes, incurrirá en una sanción de privación de libertad de dos años a seis años.

"El que sin facultad legar para ello ni orden del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas, fortalezas, puestos militares, poblaciones o barcos o aeronaves de guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a diez años.

"Igual sanción se impondrá al que usurpare el ejercicio de una función atribuida por la Constitución como propia de alguno de los Poderes del Estado."
Sin decir una palabra a nadie, con el Código en una mano y los papeles en otra, el mencionado ciudadano se presentó en el viejo caserón de la capital donde funcionaba el tribunal competente, que estaba en la obligación de promover causa y castigar a los responsables de aquel hecho, y presentó un escrito denunciando los delitos y pidiendo para Fulgencio Batista y sus diecisiete cómplices la sanción de ciento ocho años de cárcel como ordenaba imponerle el Código de Defensa Social con todas las agravantes de reincidencia, alevosía y nocturnidad.

Pasaron los días y pasaron los meses. ¡Qué decepción! El acusado no era molestado, se paseaba por la República como un amo, lo llamaban honorable señor y general, quitó y puso magistrados, y nada menos que el día de la apertura de los tribunales se vio al reo sentado en el lugar de honor, entre los augustos y venerables patriarcas de nuestra justicia.

Pasaron otra vez los días y los meses. El pueblo se cansó de abusos y de burlas. ¡Los pueblos se cansan! Vino la lucha, y entonces aquel hombre que estaba fuera de la ley, que había ocupado el poder por la violencia, contra la voluntad del pueblo y agrediendo el orden legal, torturó, asesinó, encarceló y acusó ante los tribunales a los que habían ido a luchar por la ley y devolverle al pueblo su libertad.

Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones, y ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima de la República, se me tiene setenta y seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni ver siquiera a mi hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda severidad y un fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí veintiséis años de cárcel.

Me diréis que aquella vez los magistrados de la República no actuaron porque se lo impedía la fuerza; entonces, confesadlo: esta vez también la fuerza os obligará a condenarme. La primera no pudisteis castigar al culpable; la segunda, tendréis que castigar al inocente. La doncella de la justicia, dos veces violada por la fuerza.

¡Y cuánta charlatanería para justificar lo injustificable, explicar lo inexplicable y conciliar lo inconciliable! Hasta que han dado por fin en afirmar, como suprema razón, que el hecho crea el derecho. Es decir que el hecho de haber lanzado los tanques y los soldados a la calle, apoderándose del Palacio Presidencial, la Tesorería de la República y los demás edificios oficiales, y apuntar con las armas al corazón del pueblo, crea el derecho a gobernarlo. El mismo argumento pudieron utilizar los nazis que ocuparon las naciones de Europa e instalaron en ellas gobiernos de títeres.

Admito y creo que la revolución sea fuerte de derecho; pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto nocturno a mano armada del 10 de marzo. En el lenguaje vulgar, como dijo José Ingenieros, suele darse el nombre de revolución a los pequeños desórdenes que un grupo de insatisfechos promueve para quitar a los hartos sus prebendas políticas o sus ventajas económicas, resolviéndose generalmente en cambios de unos hombres por otros, en un reparto nuevo de empleos y beneficios. Ése no es el criterio del filósofo de la historia, no puede ser el del hombre de estudio.

No ya en el sentido de cambios profundos en el organismo social, ni siquiera en la superficie del pantano público se vio mover una ola que agitase la podredumbre reinante. Si en el régimen anterior había politiquería, ha multiplicado por diez el pillaje y ha duplicado por cien la falta de respeto a la vida humana.

Se sabía que Barriguilla había robado y había asesinado, que era millonario, que tenía en la capital muchos edificios de apartamentos, acciones numerosas en compañías extranjeras, cuentas fabulosas en bancos norteamericanos, que repartió bienes gananciales por dieciocho millones de pesos, que se hospedaba en el más lujoso hotel de los millonarios yanquis, pero lo que nunca podrá creer nadie es que Barriguilla fuera revolucionario. Barriguilla es el sargento de Weyler que asesinó doce cubanos en el Guatao... En Santiago de Cuba fueron setenta...

Cuatro partidos políticos gobernaban el país antes del 10 de marzo: Auténtico, Liberal, Demócrata y Republicano. A los dos días del golpe se adhirió el Republicano; no había pasado un año todavía y ya el Liberal y el Demócrata estaban otra vez en el poder, Batista no restablecía la Constitución, no restablecía las libertades públicas, no restablecía el Congreso, no restablecía el voto directo, no restablecía en fin ninguna de las instituciones democráticas arrancadas al país, pero restablecía a Verdeja, Guas Inclán, Salvito García Ramos, Anaya Murillo, y con los altos jerarcas de los partidos tradicionales en el gobierno, a lo más corrompido, rapaz, conservador y antediluviano de la política cubana. ¡Ésta es la revolución de Barriguilla!

Ausente del más elemental contenido revolucionario, el régimen de Batista ha significado en todos los órdenes un retroceso de veinte años para Cuba. Todo el mundo ha tenido que pagar bien caro su regreso, pero principalmente las clases humildes que están pasando hambre y miseria mientras la dictadura que ha arruinado al país con la conmoción, la ineptitud y la zozobra, se dedica a la más repugnante politiquería, inventando fórmulas y más fórmulas de perpetuarse en el poder aunque tenga que ser sobre un montón de cadáveres y un mar de sangre.

Ni una sola iniciativa valiente ha sido dictada. Batista vive entregado de pies y manos a los grandes intereses, y no podía ser de otro modo, por su mentalidad, por la carencia total de ideología y de principios, por la ausencia absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de las masas. Fue un simple cambio de manos y un reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y la rémora de parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador. ¡Cuántos oprobios se le han hecho sufrir al pueblo para que un grupito de egoístas que no sienten por la patria la menor consideración puedan encontrar en la cosa pública un modus vivendi fácil y cómodo!.

¡Con cuánta razón dijo Eduardo Chibás en su postrer discurso que Batista alentaba el regreso de los coroneles, del palmacristi y de la ley de fuga! De inmediato después del 10 de marzo comenzaron a producirse otra vez actos verdaderamente vandálicos que se creían desterrados para siempre en Cuba: el asalto a la Universidad del Aire, atentado sin precedentes a una institución cultural, donde los gangsters del SIM se mezclaron con los mocosos de la juventud del PAU; el secuestro del periodista Mario Kuchilán, arrancado en plena noche de su hogar y torturado salvajemente hasta dejarlo casi desconocido; el asesinato del estudiante Rubén Batista y las descargas criminales contra una pacífica manifestación estudiantil junto al mismo paredón donde los voluntarios fusilaron a los estudiantes del 71; hombres que arrojaron la sangre de los pulmones ante los mismos tribunales de justicia por las bárbaras torturas que les habían aplicado en los cuerpos represivos, como en el proceso del doctor García Bárcena. Y no voy a referir aquí los centenares de casos en que grupos de ciudadanos han sido apaleados brutalmente sin distinción de hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Todo esto antes del 26 de julio. Después, ya se sabe, ni siquiera el cardenal Arteaga se libró de actos de esta naturaleza. Todo el mundo sabe que fue víctima de los agentes represivos. Oficialmente afirmaron que era obra de una banda de ladrones. Por una vez dijeron la verdad, ¿qué otra cosa es este régimen?...

La ciudadanía acaba de contemplar horrorizada el caso del periodista que estuvo secuestrado y sometido a torturas de fuego durante veinte días. En cada hecho un cinismo inaudito, una hipocresía infinita: la cobardía de rehuir la responsabilidad y culpar invariablemente a los enemigos del régimen. Procedimientos de gobierno que no tienen nada que envidiarle a la peor pandilla de gangster. Hitler asumió la responsabilidad por las matanzas del 30 de junio de 1934 diciendo que había sido durante 24 horas el Tribunal Supremo de Alemania; los esbirros de esta dictadura, que no cabe compararla con ninguna otra por la baja, ruin y cobarde, secuestran, torturan, asesinan, y después culpan canallescamente a los adversarios del régimen. Son los métodos típicos del sargento Barriguilla.

En todos estos hechos que he mencionado, señores magistrados, ni una sola vez han aparecido los responsables para ser juzgados por los tribunales. ¡Cómo! ¿No era éste el régimen del orden, de la paz pública y el respeto a la vida humana?

Si todo esto he referido es para que se me diga si tal situación puede llamarse revolución engendradora de derecho; si es o no lícito luchar contra ella; si no han de estar muy prostituidos los tribunales de la República para enviar a la cárcel a los ciudadanos que quieren librar a su patria de tanta infamia.

Cuba está sufriendo un cruel e ignominioso despotismo, y vosotros no ignoráis que la resistencia frente al despotismo es legítima; éste es un principio universalmente reconocido y nuestra Constitución de 1940 lo consagró expresamente en el párrafo segundo del artículo 40: "Es legítima la resistencia adecuada para la protección de los derechos individuales garantizados anteriormente." Más, aun cuando no lo hubiese consagrado nuestra ley fundamental, es supuesto sin el cual no puede concebirse la existencia de una colectividad democrática. El profesor Infiesta en su libro de derecho constitucional establece una diferencia entre Constitución Política y Constitución Jurídica, y dice que "a veces se incluyen en la Constitución Jurídica principios constitucionales que, sin ello, obligarían igualmente por el consentimiento del pueblo, como los principios de la mayoría o de la representación en nuestras democracias". El derecho de insurrección frente a la tiranía es uno de esos principios que, esté o no esté incluido dentro de la Constitución Jurídica, tiene siempre plena vigencia en una sociedad democrática. El planteamiento de esta cuestión ante un tribunal de justicia es uno de los problemas más interesantes del derecho público. Duguit ha dicho en su Tratado de Derecho Constitucional que "si la insurrección fracasa, no existirá tribunal que ose declarar que no hubo conspiración o atentado contra la seguridad del Estado porque el gobierno era tiránico y la intención de derribarlo era legítima". Pero fijaos bien que no dice "el tribunal no deberá", sino que "no existirá tribunal que ose declarar"; más claramente, que no habrá tribunal que se atreva, que no habrá tribunal lo suficientemente valiente para hacerlo bajo una tiranía. La cuestión no admite alternativa; si el tribunal es valiente y cumple con su deber, se atreverá.

Se acaba de discutir ruidosamente la vigencia de la Constitución de 1940; el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales falló en contra de ella y a favor de los Estatutos; sin embargo, señores magistrados, yo sostengo que la constitución de 1940 sigue vigente. Mi afirmación podrá parecer absurda y extemporánea; pero no os asombréis, soy yo quien se asombra de que un tribunal de derecho haya intentado darle un vil cuartelazo a la Constitución legítima de la República. Como hasta aquí, ajustándome rigurosamente a los hechos, a la verdad y a la razón, demostraré lo que acabo de afirmar. El Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales fue instituido por el artículo 172 de la Constitución de 1940, complementado por la Ley Orgánica número 7 de 31 de mayo de 1949. Estas leyes, en virtud de las cuales fue creado, le concedieron, en materia de inconstitucionalidad, una competencia específica y determinada: resolver los recursos de inconstitucionalidad contra las leyes, decretos-leyes, resoluciones o actos que nieguen, disminuyan, restrinjan o adulteren los derechos y garantías constitucionales o que impidan el libre funcionamiento de los órganos del Estado. En el artículo 194 se establecía bien claramente: "Los jueces y tribunales están obligados a resolver los conflictos entre las leyes vigentes y la Constitución ajustándose al principio de que ésta prevalezca siempre sobre aquéllas." De acuerdo, pues, con las leyes que le dieron origen, el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales debía resolver siempre a favor de la Constitución. Si ese tribunal hizo prevalecer los Estatutos por encima de la Constitución de la República se salió por completo de su competencia y facultades, realizando, por tanto, un acto jurídicamente nulo. La decisión en sí misma, además, es absurda y lo absurdo no tiene vigencia ni de hecho ni de derecho, no existe ni siquiera metafísicamente. Por muy venerable que sea un tribunal no podrá decir que el círculo es cuadrado, o, lo que es igual, que el engendro grotesco del 4 de abril puede llamarse Constitución de un Estado.

Entendemos por Constitución la ley fundamental y suprema de una nación, que define su estructura política, regula el funcionamiento de los órganos del Estado y pone límites a sus actividades, ha de ser estable, duradera y más bien rígida. Los Estatutos no llenan ninguno de estos requisitos. Primeramente encierran una contradicción monstruosa, descarada y cínica en lo más esencial, que es lo referente a la integración de la República y el principio de la soberanía. El artículo 1 dice: "Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como República democrática..." El Presidente de la República será designado por el Consejo de Ministros. ¿Y quién elige el Consejo de Ministros? El artículo 120, inciso 13: "Corresponde al Presidente nombrar y renovar libremente a los ministros, sustituyéndolos en las oportunidades que proceda." ¿Quién elige a quién por fin? ¿No es éste el clásico problema del huevo y la gallina que nadie ha resuelto todavía?

Un día se reunieron dieciocho aventureros. El plan era asaltar la República con su presupuesto de trescientos cincuenta millones. Al amparo de la traición y de las sombras consiguieron su propósito: "¿Y ahora qué hacemos?" Uno de ellos les dijo a los otros: "Ustedes me nombran primer ministro y yo los nombro generales." Hecho esto buscó veinte alabarderos y les dijo: "Yo los nombro ministros y ustedes me nombran presidente." Así se nombraron unos a otros generales, ministros, presidente y se quedaron con el Tesoro y la República.

Y no es que se tratara de la usurpación de la soberanía por una sola vez para nombrar ministros, generales y presidente, sino que un hombre se declaró en unos estatutos dueño absoluto, no ya de la soberanía, sino de la vida y la muerte de cada ciudadano y de la existencia misma de la nación. Por eso sostengo que no solamente es traidora, vil, cobarde y repugnante la actitud del Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales, sino también absurda.

Hay en los Estatutos un artículo que ha pasado bastante inadvertido pero es el que da la clave de esta situación y del cual vamos a sacar conclusiones decisivas. Me refiero a la cláusula de reforma contenida en el artículo 257 y que dice textualmente: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros." Aquí la burla llegó al colmo. No es sólo que hayan ejercido la soberanía para imponer al pueblo una Constitución sin contar con su consentimiento y elegir un gobierno que concentra en sus manos todos los poderes, sino que por el artículo 257 hacen suyo definitivamente el atributo más esencial de la soberanía que es la facultad de reformar la ley suprema y fundamental de la nación, cosa que han hecho ya varias veces desde el 10 de marzo, aunque afirman con el mayor cinismo del mundo en el artículo 2 que la soberanía reside en el pueblo y de él dimanan todos los poderes. Si para realizar estas reformas basta la conformidad del Consejo de Ministros, queda entonces en manos de un solo hombre el derecho de hacer y deshacer la República, un hombre que es además el más indigno de los que han nacido en esta tierra. ¿Y esto fue lo aceptado por el Tribunal de Garantías Constitucionales, y es válido y es legal todo lo que ello se derive? Pues bien, veréis lo que aceptó: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros." Tal facultad no reconoce límites; al amparo de ella cualquier artículo, cualquier capítulo, cualquier título, la ley entera puede ser modificada. El artículo 1, por ejemplo, que ya mencioné, dice que Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como República democrática —"aunque de hecho sea hoy una satrapía sangrienta"—; el artículo 3 dice que "el territorio de la República está integrado por la Isla de Cuba, la Isla de Pinos y las demás islas y cayos adyacentes..."; así sucesivamente. Batista y su Consejo de Ministros, al amparo del artículo 257, pueden modificar todos esos atributos, decir que Cuba no es ya una República, sino una Monarquía Hereditaria y ungirse él, Fulgencio Batista, Rey; pueden desmembrar el territorio nacional y vender una provincia a un país extraño como hizo Napoleón con la Louisiana; pueden suspender el derecho a la vida y, como Herodes, mandar a degollar los niños recién nacidos: todas estas medidas serían legales y vosotros tendríais que enviar a la cárcel a todo el que se opusiera, como pretendéis hacer conmigo en estos momentos. He puesto ejemplos extremos para que se comprenda mejor lo triste y humillante de nuestra situación. ¡Y esas facultades omnímodas en manos de hombres que de verdad son capaces de vender la República con todos sus habitantes!

Si el Tribunal de Garantías Constitucionales aceptó semejante situación, ¿qué espera para colgar las togas? Es un principio elemental de derecho público que no existe la constitucionalidad allí donde el Poder Constituye y el Poder Legislativo residen en el mismo organismo. Si el Consejo de Ministros hace las leyes, los decretos, los reglamentos y al mismo tiempo tiene facultad de modificar la Constitución en diez minutos, ¡maldita la falta que nos hace un Tribunal de Garantías Constitucionales! Su fallo es, pues, irracional, inconcebible, contrario a la lógica y a las leyes de la República, que vosotros, señores magistrados, jurasteis defender. Al fallar a favor de los Estatutos no quedó abolida nuestra ley suprema; sino que el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales se puso fuera de la Constitución, renunció a sus fueros, se suicidó jurídicamente. ¡Qué en paz descanse!

El derecho de resistencia que establece el artículo 40 de esa Constitución está plenamente vigente. ¿Se aprobó para que funcionara mientras la República marchaba normalmente? No, porque era para la Constitución lo que un bote salvavidas es para una nave en alta mar, que no se lanza al agua sino cuando la nave ha sido torpedeada por enemigos emboscados en su ruta. Traicionada la Constitución de la República y arrebatadas al pueblo todas sus prerrogativas, sólo le quedaba ese derecho, que ninguna fuerza le puede quitar, el derecho a resistir a la opresión y a la injusticia. Si alguna duda queda, aquí está un artículo del Código de Defensa Social, que no debió olvidar el señor fiscal, el cual dice textualmente: "Las autoridades de nombramiento del Gobierno o por elección popular que no hubieren resistido a la insurrección por todos los medios que estuvieren a su alcance, incurrirán en una sanción de interdicción especial de seis a diez años." Era obligación de los magistrados de la República resistir el cuartelazo traidor del 10 de marzo. Se comprende perfectamente que cuando nadie ha cumplido con la ley, cuando nadie ha cumplido el deber, se envía a la cárcel a los únicos que han cumplido con la ley y el deber.

No podréis negarme que el régimen de gobierno que se le ha impuesto a la nación es indigno de su tradición y de su historia. En su libro. El espíritu de las leyes, que sirvió de fundamento a la moderna división de poderes, Montesquieu distingue por su naturaleza tres tipos de gobierno: "el Republicano, en que el pueblo entero o una parte del pueblo tiene el poder soberano; el Monárquico, en que uno solo gobierna pero con arreglo a Leyes fijas y determinadas; y el Despótico, en que uno solo, sin Ley y sin regla, lo hace todo sin más que su voluntad y su capricho." Luego añade: "Un hombre al que sus cinco sentidos le dicen sin cesar que lo es todo, y que los demás no son nada, es naturalmente ignorante, perezoso, voluptuoso." "Así como es necesaria la virtud en una democracia, el honor en una monarquía, hace falta el temor en un gobierno despótico; en cuanto a la virtud, no es necesaria, y en cuanto al honor, sería peligroso."

El derecho de rebelión contra el despotismo, señores magistrados, ha sido reconocido, desde la más lejana antigüedad hasta el presente, por hombres de todas las doctrinas, de todas las ideas y todas las creencias.

En las monarquías teocráticas de las más remota antigüedad china, era prácticamente un principio constitucional que cuando el rey gobernase torpe y despóticamente, fuese depuesto y reemplazado por un príncipe virtuoso.

Los pensadores de la antigua India ampararon la resistencia activa frente a las arbitrariedades de la autoridad. Justificaron la revolución y llevaron muchas veces sus teorías a la práctica. Uno de sus guías espirituales decía que "una opinión sostenida por muchos es más fuerte que el mismo rey. La soga tejida por muchas fibras es suficiente para arrastrar a un león."

Las ciudades estados de Grecia y la República Romana, no sólo admitían sino que apologetizaban la muerte violenta de los tiranos.

En la Edad Media, Juan de Salisbury en su Libro de hombre de Estado, dice que cuando un príncipe no gobierna con arreglo a derecho y degenera en tirano, es lícita y está justificada su deposición violenta. Recomienda que contra el tirano se use el puñal aunque no el veneno.

Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologíca, rechazó la doctrina del tiranicidio, pero sostuvo, sin embargo, la tesis de que los tiranos debían ser depuestos por el pueblo.

Martín Lutero proclamó que cuando un gobierno degenera en tirano vulnerando las leyes, los súbditos quedaban librados del deber de obediencia. Su discípulo Felipe Melanchton sostiene el derecho de resistencia cuando los gobiernos se convierten en tirano. Calvino, el pensador más notable de la Reforma desde el punto de vista de las ideas políticas, postula que el pueblo tiene derecho a tomar las armas para oponerse a cualquier usurpación.

Nada menos que un jesuita español de la época de Felipe II, Juan Mariana, en su libro De Rege et Regis Institutione, afirma que cuando el gobernante usurpa el poder, o cuando, elegido, rige la vida pública de manera tiránica, es lícito el asesinato por un simple particular, directamente, o valiéndose del engaño, con el menor disturbio posible.

El escritor francés Francisco Hotman sostuvo que entre gobernantes y súbditos existe el vínculo de un contrato, y que el pueblo puede alzarse en rebelión frente a la tiranía de los gobiernos cuando éstos violan aquel pacto.

Por esa misma época aparece también un folleto que fue muy leído, titulado Vindiciae Contra Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de Stephanus Junius Brutus, donde se proclama abiertamente que es legítima la resistencia a los gobiernos cuando oprimen al pueblo y que era deber de los magistrados honorables encabezar la lucha.

Los reformadores escoceses Juan Knox y Juan Poynet sostuvieron este mismo punto de vista, y en el libro más importante de ese movimiento, escrito por Jorge Buchnam, se dice que si el gobierno logra el poder sin contar con el consentimiento del pueblo o rige los destinos de éste de una manera injusta y arbitraria, se convierte en tirano y puede ser destituido o privado de la vida en el último caso.

Juan Altusio, jurista alemán de principios del siglo XVII, en su Tratado de política, dice que la soberanía en cuanto autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario de todos sus miembros; que la autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario del gobierno arranca del pueblo y que su ejercicio injusto, extralegal o tiránico exime al pueblo del deber de obediencia y justifica la resistencia y la rebelión.

Hasta aquí, señores magistrados, he mencionado ejemplos de la Antigüedad, la Edad Media y de los primeros tiempos de la Edad Moderna: escritores de todas las ideas y todas las creencias. Más, como veréis, este derecho está en la raíz misma de nuestra existencia política, gracias a él vosotros podéis vestir hoy esas togas de magistrados cubanos que ojalá fueran para la justicia.

Sabido es que en Inglaterra, en el siglo XVII, fueron destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo II, por actos de despotismo. Estos hechos coincidieron con el nacimiento de la filosofía política liberal, esencia ideológica de una nueva clase social que pugnaba entonces por romper las cadenas del feudalismo. Frente a las tiranías de derecho divino esa filosofía opuso el principio del contrato social y el consentimiento de los gobernados, y sirvió de fundamento a la revolución inglesa de 1688, y a las revoluciones americana y francesa de 1775 y 1789. Estos grandes acontecimientos revolucionarios abrieron el proceso de liberación de las colonias españolas en América, cuyo último eslabón fue Cuba. En esta filosofía se alimentó nuestro pensamiento político y constitucional que fue desarrollándose desde la primera Constitución de Guáimaro hasta la del 1940, influida esta última ya por las corrientes socialistas del mundo actual que consagraron en ella el principio de la función social de la propiedad y el derecho inalienable del hombre a una existencia decorosa, cuya plena vigencia han impedido los grandes intereses creados.

El derecho de insurrección contra la tiranía recibió entonces su consagración definitiva y se convirtió en postulado esencial de la libertad política. Ya en 1649 Juan Milton escribe que el poder político reside en el pueblo, quien puede nombrar y destituir reyes, y tiene el deber de separar a los tiranos.

Juan Locke en su Tratado de gobierno sostiene que cuando se violan los derechos naturales del hombre, el pueblo tiene el derecho y el deber de suprimir o cambiar de gobierno. "El único remedio contra la fuerza sin autoridad está en oponerle la fuerza."

Juan Jacobo Rousseau dice con mucha elocuencia en su Contrato Social: "Mientras un pueblo se ve forzado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo y lo sacude, hace mejor, recuperando su libertad por el mismo derecho que se la han quitado." "El más fuerte no es nunca suficientemente fuerte para ser siempre el amo, si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber. [...] La fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad pueda derivarse de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; todo lo más es un de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser esto un deber?" "Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad del hombre, a los derechos de la Humanidad, incluso a sus deberes. No hay recompensa posible para aquel que renuncia a todo. Tal renuncia es incomparable con la naturaleza del hombre, y quitar toda la libertad a la voluntad es quitar toda la moralidad a las acciones. En fin, es una convicción vana y contradictoria estipular por una parte con una autoridad absoluta y por otra con una obediencia sin límites..."

Thomas Paine dijo que "un hombre justo es más digno de respeto que un rufián coronado".

Sólo escritores reaccionarios se opusieron a este derecho de los pueblos, como aquel clérigo de Virginia, Jonathan Boucher, quien dijo que "El derecho a la revolución era una doctrina condenable derivada de Lucifer, el padre de las rebeliones".

La Declaración de Independencia del Congreso de Filadelfia el 4 de julio de 1776, consagró este derecho en un hermoso párrafo que dice: "Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuentan la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda a destruir esos fines, al pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus poderes en la forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y felicidad."

La famosa Declaración Francesa de los Derechos del Hombre legó a las generaciones venideras este principio: "Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para éste el más sagrado de los derechos y el más imperioso de los deberes." "Cuando una persona se apodera de la soberanía debe ser condenada a muerte por los hombres libres."

Creo haber justificado suficientemente mi punto de vista: son más razones que las que esgrimió el señor fiscal para pedir que se me condene a veintiséis años de cárcel; todas asisten a los hombres que luchan por la libertad y la felicidad de un pueblo; ninguna a los que lo oprimen, envilecen y saquean despiadadamente; por eso yo he tenido que exponer muchas y él no pudo exponer una sola. ¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza las leyes de la Revolución? ¿Cómo llamar revolucionario un gobierno donde se han conjugado los hombres, las ideas y los métodos más retrógrados de la vida pública? ¿Cómo considerar jurídicamente válida la alta traición de un tribunal cuya misión era defender nuestra Constitución? ¿Con qué derecho enviar a la cárcel a ciudadanos que vinieron a dar por el decoro de su patria su sangre y su vida? ¡Eso es monstruoso ante los ojos de la nación y los principios de la verdadera justicia!

Pero hay una razón que nos asiste más poderosa que todas las demás: somos cubanos, y ser cubano implica un deber, no cumplirlo es un crimen y es traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo, Gómez y Martí fueron los primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro; se nos enseñó que el Titán había dicho que la libertad no se mendiga, sino que se conquista con el filo del machete; se nos enseñó que para la educación de los ciudadanos en la patria libre, escribió el Apóstol en su libro La Edad de Oro: "Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. [...] En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Ésos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana..." Se nos enseñó que el 10 de octubre y el 24 de febrero son efemérides gloriosas y de regocijo patrio porque marcan los días en que los cubanos se rebelaron contra el yugo de la infame tiranía; se nos enseñó a querer y defender la hermosa bandera de la estrella solitaria y a cantar todas las tardes un himno cuyos versos dicen que vivir en cadenas vivir en afrenta y oprobio sumidos, y que morir por la patria es vivir. Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos aunque hoy en nuestra patria se esté asesinando y encarcelando a los hombres por practicar las ideas que les enseñaron desde la cuna. Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie.

Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo su fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!

Termino mi defensa, no lo haré como hacen siempre todos los letrados, pidiendo la libertad del defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su suerte, es inconcebible que los hombres honrados estén muertos o presos en una república donde está de presidente un criminal y un ladrón.

A los señores magistrados, mi sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente, sin mezquinas coacciones; no os guardo rencor, reconozco que en ciertos aspectos habéis sido humanos y sé que el presidente de este tribunal, hombre de limpia vida, no puede disimular su repugnancia por el estado de cosas reinantes que lo obliga a dictar un fallo injusto. Queda todavía a la Audiencia un problema más grave; ahí están las causas iniciadas por los setenta asesinatos, es decir, la mayor masacre que hemos conocido; los culpables siguen libres con un arma en la mano que es amenaza perenne para la vida de los ciudadanos; si no cae sobre ellos todo el peso de la ley, por cobardía o porque se lo impidan, y no renuncien en pleno todos los magistrados, me apiado de vuestras honras y compadezco la mancha sin precedentes que caerá sobre el Poder Judicial.

En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá.

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Dibujos del Moncada
Tomado de Granma
Estos dibujos con la firma de H. Maza fueron publicados en un suplemento gráfico, en colores, del periódico Revolución. El dibujante hizo esbozos de momentos extraordinarios de los hechos del 26 de Julio y del juicio del Moncada a partir de testimonios orales, descriptivos, de Haydée Santamaría, Melba Hernández, Marta Rojas y Baudilio Castellanos, quienes luego darían fe del extraordinario acercamiento a esos momentos, que no pudieron ser captados por ninguna cámara fotográfica (Granma)

Reunión en el apartamento de Abel y Haydée Santamaría de la dirección del Movimiento Revolucionario para los preparativos del asalto al Moncada



Momento en que los futuros asaltantes del Moncada, encabezados por Fidel, van a salir de la granjita Siboney hacia la acción del 26 de julio


El combate en la posta 3 del Moncada, bajo el mando de Fidel



Una escena en la puerta principal del hospital Saturnino Lora. Haydée y Melba salen para recoger y auxiliar a un militar herido. Más tarde se sabría que era el teniente Fereaud



Momento en que los soldados del Moncada, luego de ocupar el hospital civil, sacan a los jóvenes asaltantes. Se muestra a Abel Santamaría con una venda en un ojo. Para tratar de salvarlo, una enfermera de la sala de Oftalmología trató de hacerlo pasar como enfermo



En el Palacio de Justicia, 21 y 22 de septiembre, el joven abogado Fidel Castro, luego de ser examinado como acusado, asume su defensa e interroga a sus compañeros, quienes denunciaron las torturas y los rímenes. Fidel se convertía de acusado en imbatible acusador



Fidel castro (16 de octubre/1953) en la pequeña sala de enfermeras. De espalda están los magistrados; también aparecen abogados de la defensa de otros asaltantes, el asaltante Abelardo Crespo (en cama Fowler, herido en un pulmón) y otros. A la izquierda los seis periodistas. La salita estaba fuertemente custodiada por militares del régimen

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