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II.- Estados Unidos, la tormenta perfecta...

Estados Unidos controla la producción de opio en Afganistán; sus soldados, además de permitir el tráfico de heroína, transportada por la CIA a suelo norteamericano -generando cerca de 50 mil millones de dólares al año-, protegen los campos de amapola. La CIA y la DEA están involucradas en el narcotráfico dentro de su territorio. Durante los últimos meses han sido cuantiosas las informaciones provenientes de México señalando que la CIA controla el tráfico de drogas dentro de las fronteras aztecas...

Periodistas de guerra han afirmado, en innumerables ocasiones, y múltiples fuentes, que Estados Unidos controla la producción de opio en Afganistán; que sus soldados, además de permitir el tráfico de heroína, transportada por la CIA a suelo norteamericano -generando cerca de 50 mil millones de dólares al año-, protegen los campos de amapola. Rafael Correa, presidente ecuatoriano, ha denunciado que la CIA y la DEA están involucradas en el narcotráfico dentro de su territorio. Durante los últimos meses han sido cuantiosas las informaciones provenientes de México, señalando que la CIA controla el tráfico de drogas dentro de las fronteras aztecas.

¿Por qué Estados Unidos permite que las armas asesinen libremente 23.5 ciudadanos norteamericanos cada día, número que en 2011 estuvo muy cerca de los 34.4 que cada 24 horas murieron en el mundo en actos terroristas? Porque esas armas son las que se prestan para desmontar las conspiraciones de carácter político o social; son las que facilitan los golpes de Estado que un pueblo "envenenado, anestesiado por las drogas" no puede juzgar. Desde la independencia norteamericana, en 1776, cuatro presidentes han sido asesinados, cinco sufrieron atentados y un candidato perdió la vida en plena campaña electoral. Esas armas son las que dan lugar a las balas mágicas, como aquella que asesinó a John F. Kennedy por vía de un segundo disparo (atribuido a Lee Harvey Oswald, presunto asesino) que "entró por la parte posterior de su cuello, salió por su garganta, quedó suspendida casi un segundo y medio en el aire, giró a la derecha, entró por la espalda de Connally, salió por su pecho izquierdo, volvió a girar para alcanzar su muñeca, y finalmente rebotó y alcanzó su muslo". Después de esta prodigiosa hazaña, el proyectil fue encontrado en la camilla que se utilizó para Connally, en el Parkland Memorial Hospital, en Dallas, Texas, prácticamente sin rasguño alguno.

Esas mismas armas son las que sirven para suprimir las vidas de los líderes desafectos al régimen. Martin Luther King, mientras dirigía un movimiento por los derechos civiles para los afroamericanos y protestaba contra la guerra en Vietnam, fue asesinado en Memphis, Tennessee, un 4 de abril de 1968 porque su liderazgo pasó a convertirse en una afrenta para la clase dominante. Asesinatos como este, y como los perpetrados contra Kennedy (noviembre 22, 1963), Lincoln (abril 14, 1865), James Abraham Garfield (julio 2, 1881) y William McKinley (septiembre 6, 1901), además de limitar el pensamiento crítico o disidente, y sus consecuencias, nutren la economía norteamericana con una monumental industrialización de libros, películas, vídeos, documentales... y secuestran la sociedad, enajenada de por sí, por medio de unos consorcios noticiosos subordinados al capitalismo salvaje (no a los gobiernos de turno como en los países tercermundistas).

La democracia norteamericana, a la que "da vida" una sociedad con comodidades únicas en términos materiales, se nutre de las drogas, las cervezas y la propaganda televisiva, pero esas comodidades tienen un precio; y ese precio alcanza las casi 9 mil vidas que cada año cobran esas armas que cualquier ciudadano compra porque es "un derecho que le asiste" (Enmienda II, ratificada en diciembre 15, 1791: Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas). Ese derecho constitucional que enarbolan quienes rigen la sociedad se exhibe en las estanterías como una joya, lo que no se hace con el mecanismo para la selección del presidente, cuando el candidato rompe ligeramente con los patrones establecidos por el sistema. Dentro de los que han ocupado la Casa Blanca, pocos se ajustan a esta definición y, "coincidencialmente", todos terminaron asesinados en el ejercicio de sus mandatos: Abraham Lincoln -abolió la esclavitud a la que fueron sometidos millones de negros africanos utilizados en la producción de algodón por los portentosos dueños de las plantaciones sureñas-; John F. Kennedy -pretendía poner fin a la guerra en Vietnam, acción que "lastimaría" la industria bélica-; James Abraham Garfield -connotado antiesclavista y enconado defensor del Ejecutivo ante los poderes del Senado, conformado habitualmente por dueños de grandes capitales-; y William McKinley -intentó introducir cambios para limitar el funcionamiento de los "Trust" financieros-. ¿Cuál pudo haber sido la causa común en los cuatro magnicidios? A todas luces, las intenciones de poner freno al poder económico.

El capital hace de gobierno permanente en Estados Unidos. Ni discrimina ni juzga procedencia. Mientras la sociedad disponga con asombrosa facilidad de unos cuantos gramos de narcóticos; mientras las armas se expendan con la misma libertad que zapatos y carteras; y mientras 315 millones de norteamericanos no tengan idea de cómo se elige el presidente que los gobierna, la tormenta perfecta que se nutre de estos tres componentes tendrá vigencia imperial por varios decalustros más.

Fin...

Ing. Nemen Hazim
Carolina, Puerto Rico
13 de noviembre de 2015